martes, mayo 14, 2024
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2024: A derrotar la desesperanza

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Si nos atenemos a la creencia de los chinos que asocian la fortuna al número ocho, y 2024 suma ese número, este año que se inicia debería ser uno mágico, uno donde se derrote la mala racha y se vislumbren caminos mejores. En China ello es tan fuerte que, por ejemplo, los números de teléfono que incluyen ochos son codiciados. En Chengdun el número 8888-8888 se vendió por la increíble cantidad de ¡$270,723 dólares! Y los Juegos Olímpicos del 2008 se inauguraron el 08/08/08, exactamente 8 minutos y 8 segundos después de las 8 PM para que fueran un éxito…

En Chile no tenemos tal creencia. ¡Pero como quisiéramos aferrarnos a ella! Si así fuera, pensaríamos que un buen indicio de cómo viene la mano para el 2024  sería el que el país rechazó  tajantemente un tipo de Constitución que no lo llevaría por buen camino y que ello ocurrió un 17 de diciembre, cifra que suma ocho…

Para  quienes nos gobiernan, pareciera que hace falta un poco de magia para salir del atolladero. Un poco de ilusión de que habrá una tregua y se podrá contar con vientos a favor cuando se aproxima el inicio del tercer año de mandato. Vientos que permitan tirar de los bueyes a pesar de los vaivenes y los terremotos emocionales,  personales y colectivos.

Pareciera que el 2023 nos dejó cansados de tanto aporreo, de tanto fuego enemigo y…amigo. De tanta coctelera, de tanta montaña rusa, de tantas cuestas arriba, de tanta cuerda floja. De sorpresas ingratas y respuestas que parecieron ser el “pago de Chile”; de tantas ilusiones rotas, tantos desencantos y sinsabores, tantos sueños frustrados y proyectos demolidos.

Reinado de la desesperanza

El 2023 se instaló con más fuerza el reinado de la desesperanza aprendida. Para la gran mayoría, el año que pasó fue un vendaval, que arrancó de raíz muchas certezas, que habló claro y duro y arañó fuerte, de frente y perfil, como diría Serrat. Que sacó, no solo a Chile, sino al mundo entero, de su eje una y otra vez. Que hubo que tragarse miles  de sapos sin chistar, mirando con horror como el planeta observaba con indiferencia guerras y genocidios ya conocidos en territorios reiterados. Un año en que los condenados de la tierra, al decir de Franz Fanon, tuvieron que poner ambas mejillas hasta quedar amoratados de golpes. Un año sin pausas ni treguas, un año que parecimos vivir eternamente en peligro y en ascuas, a poco de salir de una pandemia devastadora, en lo sanitario y en lo económico. Un año de presenciar guerras sin cuartel, de esas que pisan fuerte. Un año de intentar curar heridas políticas, sociales, económicas. De sacar fuerzas de flaqueza, de aprender a ser un poco monos porfiados, de no desfallecer, de seguir en pie y seguir soñando que un futuro es posible, que un mundo mejor es necesario.

Lo más doloroso fue constatar que los chilenos, al igual que millones de ciudadanos de este planeta, han sido inoculados con la desesperanza aprendida. Y esta inmoviliza porque impide darse cuenta de que una batalla no es la guerra. A la vez que nos hace creer que nada es posible frente a un enemigo poderoso, frente a un sistema que parece haberte declarado la guerra desde que naciste. Uno que avanza sin prisa pero sin pausa ni benevolencia. Uno que a veces se saca la careta y te golpea en forma más desembozada. Y que te hace sentir que los triunfos son pírricos, lejanos a aquellos que se creían tener en las manos producto de momentos de inmensa fuerza y unidad.

La desesperanza aprendida habla de que la rueda nunca parece girar a nuestro favor, y que eso debes aceptarlo. Que ya no son tiempos en que se abran anchas alamedas para que pasen hombres y mujeres libres. Que te hace sentir que siempre hay fuerzas atentas y dispuestas a impedir que ello ocurra, que te frenarán a patadas, combos y empellones. Que no permitirán que abras un milímetro la brecha por donde puede colarse la justicia y la equidad. Que te hacen presa del individualismo y te hacen gritar que “con tu plata NO” tienes por qué ayudar a nadie. Que con el sistema no se juega, que este solo permite lo que no haga mella a ese edificio milenario donde radica su poder. Un edificio fortificado donde no se puede tocar ningún ladrillo demás. Que no es cosa de atentar contra el status quo porque en ese edificio, lleno de arrogancia y egoísmo, rigen reglas salvajes que no consideran la empatía ni la compasión, menos la solidaridad y la equidad.

Esa desesperanza aprendida ha tomado de rehén a los millones de ciudadanos desvalidos del mundo, porque hay momentos donde la humanidad entera parece sucumbir, donde cunde la desorientación, la duda y la rabia y se pierden las fuerzas y las ganas. Y uno queda estupefacto, o haciendo cosas impensables, como votar por un Bolsonaro o un Milei.

La desesperanza afecta al eslabón más frágil de la cadena, aquel que recibe la parte más dura, que ha sido educado y formateado en un modelo egoísta y ha sobrevivido adaptándose a este. Un modelo que te hace sentir que ha logrado meterte en un laberinto del que es difícil encontrar la salida.

Fuerzas del conservadurismo

Aprender la desesperanza es más factible en sociedades donde las fuerzas del conservadurismo no dan tregua y, como en Chile, arremeten contra toda iniciativa gubernamental y contra sus actores sin muchas distinciones. En ese clima, la desesperanza te hace mirar ahora con desprecio, o al menos con incredulidad, a un gobierno que primero elegiste por su rupturismo y al que alabaste que se plantara con juventud y pasión, desnudo ante los poderes fácticos. Al que, a poco andar, comenzaste a mirar con desconfianza y le criticaste su inexperiencia. Porque en la desesperanza crece la incredulidad. Es la desesperanza la que hace que un obrero de la construcción te confiese que nunca ha votado, ni votara “porque es imposible derrotar al sistema”, y porque, para él “todos roban y, gobierne quien gobierne, uno tiene que trabajar igual todos los días”. Lo que no es verdad, pero que él lo cree con absoluta convicción.

A dos años del Gobierno de Boric, uno observa que el mandatario está rodeado, que es vapuleado y difamado, no con argumentos que podrían ser atendibles dado los errores cometidos, pero que, sin embargo, son los que le ha entregado una campaña sistemática de desinformación, en la cual se ha echado mano a las más sucias formas de agresión, las más despreciables, donde se ha utilizado un gigantesco arsenal en una ofensiva implacable. “Por qué no te gusta Boric?” Le preguntas a un joven de 20 años que dice odiar al Presidente. “Porque anda con el marrueco abierto” te da como respuesta. Allí no hay razones, allí está el resultado de un odio que ha conseguido sumar adeptos entre una masa carente y manipulada. La carencia pasa primero por la impotencia, la desesperación y finalmente por la negación. En ese terreno es difícil entenderse con argumentos y razones, más bien se está frente a un accionar surgido de una furia ciega.

El año 2023 fue especialmente proclive para generar este tipo de escenarios, uno en el cual cundió el desaliento y el ánimo de derrota fue muy contagioso. Un escenario donde fue difícil vencer el sentimiento de hastío y dar la pelea por un mundo realmente mejor. Uno donde se sintió casi imposible desenmascarar a los impostores, buscar la verdad entre los basurales de mentira o renovar la fe como el carbonero. Todo ello, aun sabiendo que las cosas pueden estar mejor y que no pueden seguir siendo como nos dicen que tienen que estar, inmutables.

A pesar de la desesperanza que hemos aprendido los chilenos, alguna noción hay respecto de las brechas gigantes entre poderosos y desposeídos y de que estas deberían ser inaceptables. Algunas certezas hay de que nadie puede vivir su vejez con pensiones mezquinas, ni con una salud y educación privatizadas, que deja a ricos y pobres en absoluta desigualdad de acceso. Igual hay un rincón donde se siente que tanta injusticia y engaño no cabe en ningún cuerpo y que los cambios, a pesar de todo, son inexorables y la historia de la humanidad así lo demuestra, aunque sea a saltos y retrocesos.

Aquel sentimiento, que es como un chispazo, debería abrir el camino no solo para desaprender la desesperanza, sino para desmalezar la sinrazón, la codicia, el engaño, la indiferencia y  la hipocresía que campean en nuestro país. Tal vez deberíamos imaginar que es posible convertir este año 2024 en uno distinto, uno donde prevalezca la magia de la que nos habla el número ocho. Uno donde nos demos espacio para aprender la esperanza y logremos recordar que esta se construye a través de la unidad, la sabiduría, la cultura y la empatía.  O, al menos, con la voluntad legítima de llegar a acuerdos y no descarrilarnos.

 

Patricia Collyer
Patricia Collyerhttps://pagina19.cl
Periodista y Psicóloga.

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