Desde muy pequeño el Señor de la Muerte se relacionó estrechamente con ella. Se cuenta que los niños no jugaban con él porque era tramposo y siempre se apropiaba de los juegos. Su tío, un reconocido sacerdote del reino antiguo, fue un hombre diestro en condenar al infierno a los rebeldes de su fe. Él, desde pequeño, aprendió mucho de ese estilo. Tener fe profunda, pecado y luego perdón eran las máximas que ordenaban su vida.
Ya adulto, en el reino del norte estudió con pasión a Michael Novak, un hechicero al cual rendían culto sus amigos. Si para el desarrollo del mercado hay que sacrificar vidas humanas, entonces hay que hacerlo, decía Novak en uno de sus papiros. Sus seguidores, entusiasmados con ello, luego de visitar al oráculo, retornaban a sus países de origen y cual milicia que ha bebido la luz de la verdad, junto a militares ambiciosos transformaban sus sociedades y Estados, enriqueciéndose y condenando a la muerte social y económica a millones de seres humanos.
La competencia entre humanos y la muerte económica de sus adversarios era la cotidianeidad. Ganar, ganar sin mirar quien quedaba en el camino, era la tarea diaria. Lo importante era acumular riquezas.
Así, la muerte se adueñó tempranamente de su alma sumergida en la codicia. En una de sus pasadas por la casa de sus antiguos amos les esquilmó las monedas plásticas desde sus propios templos. Hábil en la parábola del engaño, disfrazaba la codicia de emprendimiento, la libertad de consumo conspicuo y a cada mensaje suyo ponía unas frases con letras chicas para engañar a la gente. A través de ellas hipotecaba de por vida la vida ajena a los dueños del dinero.
Ya maduro, era dueño de una inmensa riqueza material, más no espiritual. Prescott, el historiador del Perú dice que el nombre del Inca Manco Capac significa rico en virtudes, aquellas que el Señor de La Muerte nunca tuvo. Aburrido de cosas mundanas en el templo de la codicia, junto a otros devotos de Novak, comenzó a pensar en cómo alcanzar el poder de los dioses, aquellos que tenían el poder supremo. Ideó entonces un espejismo de sociedad, disfrazada de progreso y algunos ciudadanos seducidos por la codicia, adormecidos por el consumo y la vida banal, lo elevaron al olimpo. El olimpo era un mar de antiguos dioses corruptos de la política.
Después de algunos años de reinado, una gran rebelión popular rompió el espejismo y develó la infinita pobreza de muchos y la riqueza de unos pocos. También fue una época en que los exégetas del dinero trataron inútilmente de acallar los hechos diciendo que todo estaba bien y que había que desaprobar la violencia. Para ellos no eran violencia los robos de dinero público, de los ahorros de miles de personas, de la gran corrupción en que los dueños del país mandaban hacer las leyes a su gusto. Época en que las iglesias fueron abandonadas por la maldad de sus administradores que abusaban impunemente de niños y mujeres, los jefes del ejército del reino que robaban enormes sumas de dinero del tesoro público, arropados con la bandera del país. La gente iba por los templos del país denunciando su nefasto reinado y le llamaban el Señor de la Muerte. La guardia de palacio, furiosa cegaba con sus armas a quienes protestaban. Nunca antes hubo tantos privados de sus ojos como castigo por mostrar la realidad que vivían.
Un día, desde el norte vino una gran obscuridad que comenzó a cubrir poco a poco el país. Después de un breve tiempo la gente comenzó a toser y a caer muerta, sus pulmones carcomidos por la peste. Era la peste que sin misericordia había clavado las garras en el reino. El sacerdote mayor mandó a que todos se recluyeran en sus casas. Sin embargo, la peste porfiadamente siguió creciendo. Los viejos, que vivían pobres y abandonados fueron los primeros en morir. La peste le había dado una mano al Señor de la Muerte, quien no quería hacerse cargo de la vida de los viejos una vez que estos dejaron de trabajar para el reino. Él y sus amigos les habían secuestrado sus ahorros de por vida a través de una ley creada por su hermano. Sus monedas eran usadas para crear más y más codicia y no paz espiritual.
Al comienzo la peste fue carcomiendo poco a poco la vida de los más viejos, luego la de los enfermos crónicos y más tarde de cualquiera que se cruzara en su camino. Viendo que la gente sufría por miles de hambre en las ciudades, decidió dar unos miles de panes con un mensaje de que el pan, era un bondadoso regalo suyo.
La muerte conversaba día a día con él y la gente moría por miles en las ciudades. El Señor de la Muerte, convencido de su visión, alentaba a los comerciantes y prestamistas a mantener la economía, aún muriendo la gente a raudales. Las personas morían de enfermedad y de hambre, porque no tenían trabajo digno y su dinero estaba secuestrado. Desde las barriadas pobres, que durante décadas escondieron la más inicua pobreza, salían las gentes y los ministros de su reino se sorprendían de que no estuvieran recluídos. Nervioso invocaba a la guardia de Palacio en su defensa ante las rebeliones populares que se sucedían una tras otra. Con sus manitas cortas, en la quietud nocturna de su palacio atesoraba el oro y los privilegios como un juguete infantil.
La peste furibunda carcomía las familias pobres, matando a diestra y siniestra. Una profunda tristeza y desesperanza abatía los corazones de los habitantes del país. Murieron miles de personas y la peste se sació largamente de las vidas de los más pobres. En los barrios ricos, sus habitantes tranquilos y satisfechos invocaban a sus dioses, obesos y displicentes.
Mucho tiempo después, cuando la peste ya no era más que un mal recuerdo, los historiadores modernos hablaron largamente de él, poniéndolo como un epítome de la maldad, gobernante de un sistema inicuo, que había transformado en un campo de codicia la casa de su padre, como le dijo Jesús a los cambistas en aquella iglesia de Judea.
