Periodista.
El viernes 15 de noviembre, cuando un grupo de dirigentes de partidos y parlamentarios se reunieron en el Congreso Nacional de Santiago y luego de agotadoras horas de negociaciones llegaron al Acuerdo por la Paz, muchos nos alegramos y dimos un suspiro de alivio. ¡Por fin la derecha había leído el mensaje de la calle y aceptaba derogar la Constitución de Pinochet y escribir una Nueva Constitución!
Pero pronto constatamos que la paz no volvería tan pronto y que la vida en Chile aún no retomaría su normal funcionamiento.
La calle siguió golpeando cacerolas, tocando pitos y tambores, manifestándose pacíficamente… pero también, los “encapuchados” continuaron los saqueos, incendios y destrozos, como desafiando los perdigones-balines de Carabineros. Y ya estábamos en la quinta semana de estallido social.
Pese al calibre de lo ya aceptado, una Nueva Constitución democrática, la demanda popular no estaba completa. Faltaba algo igualmente importante y más urgente: responder ¡ya! a quienes no pueden seguir sobreviviendo como hasta ahora. Miles de compatriotas endeudados hasta los tuétanos por no poder pagar las deudas de la tarjeta de plástico que han usado hasta para comer; ni los millones de pesos con que el CAE ha hipotecado la vida futura de miles de profesionales; ni comprar los carísimos remedios para salvar la vida de la madre o el padre; ni conseguir atención médica urgente antes del último suspiro; ni salvar el pan de cada día con pensiones miserables … Y así, miles de otras carencias graves que hoy hacen de la vida de la mayoría de los chilenos un infierno.
Por tanto, seguiremos viendo y participando en marchas en las calles, con caos en el tránsito y la vida normal interrumpida, hasta que se escuche bien el mensaje … ¿Pero también soportando el destrozo de la ciudad…?
Y aquí nos detenemos a analizar quiénes están en las calles.
Los primeros, los que sólo marchan y protestan y que son la mayoría: una clase media bien o medianamente educada, quepor conciencia o porque ve que el modelo neoliberal llegó a un límite que amenaza el relativo confort alcanzado. Hasta ahora se ha contenido la inflación, y la macroeconomía lucia impecable para el Fondo Monetario y el Banco Mundial. Pero el precio de los alimentos, la vivienda, los medicamentos, subían a una velocidad que dejaba muy atrás los salarios y qué decir, las pensiones de quienes trabajaron toda su vida y merecen un descanso tranquilo.
Y luego tenemos otros manifestantes, los menos, pero los que más escozor causan: los que se cubren el rostro, o aparecen de negro y encapuchados, rompiendo veredas, rejas, y cuanto hay a su paso para hacerse de proyectiles que lanzar sobre las fuerzas del Orden que reprimen a moros y cristianos. Y luego, los mismos u otros, se esconden en las sombras para invadir estaciones del metro, supermercados, gasolineras e iglesias para saquearlos o incendiarlos …
Todo el mundo se pregunta quiénes son los “encapuchados” y cómo es que las fuerzas policiales, después de tanto tiempo de su aparición en manifestaciones, no logran reducirlos. Y por qué, hasta hace poco el único detenido por los destrozos del metro de Santiago era un joven profesor egresado de la Universidad Católica y docente en la Universidad del Desarrollo (despedido por su acción) que se dio un “gustito”al patear los torniquetes de la estación San Joaquín. ¡Como que fuera tan fácil destrozar una estación del modernísimo metro santiaguino y quemar su infraestructura y hasta sus vagones!
¿Será este el perfil de los pirómanos del metro de Santiago?
Y aquí es donde la especulación es amplia.
Unos dicen (y cuando lo hacen con amplificador son amenazados con querellas como la cantante Mon Laferte) que son los mismos policías quienes habrían destrozado el metro para reemplazar un gobierno “blando” por uno “mano dura” . Y no es broma: ya se han visto rayados murales de corte fascista.
Otros, que son los anarquistas, un grupo reducido pero con pedigree internacional e histórico, que no cree en el Estado y que desde hace siglos arremeten contra toda institucionalidad en el mundo.
Y por último, los que opinan que se trata de lumpen: jóvenes, niños, adolescentes de la periferia santiaguina, marginados por la sociedad, “ninis” que no estudian ni trabajan… salvo para el narcotráfico, que parece haberles dado la ocupación que no han conseguido en otro lado (para alivio de sus familias por ese dinero que les permitirá comer y mucho más).
Estos soldaditos de los narcos son los “ninis pobres”, los mismos que en versión clase media o alta se quedan en casa viviendo a costa de papá. Pero en la periferia tienen que salir a la calle y volver con algo para la olla.
Según datos recientes del Centro de Sistemas Públicos de la Universidad de Chile, el 47% de la población de las cárceles inicia su carrera delictual a los 13 años; más del 60% de los reincidentes tiene problemas de alcohol y drogas y el 86 % tenía educación escolar incompleta al llegar a la cárcel. Aquí es donde me parece está la semilla de los encapuchados. Jóvenes que resienten estar marginados del mundo por la educación que no recibieron gracias a la dictadura civil-militar que condenó a la educación pública al patio de los trastos al descargarla en las Municipalidades (sabiendo que entre éstas las hay ricas, pobres y muy pobres). Recién ahora, 45 años después, está siendo rescatada por las leyes de Bachelet, y no sin dificultades porque la derecha aún no abre los ojos.
Estamos pagando con la destrucción del país el haber mezquinado el presupuesto para educación pública. Por haber diseñado unos y consentido otros, tener una educación para ricos y otra para pobres. Y ahora, asumamos las consecuencias.
