viernes, abril 19, 2024
EDICIÓN ESPECIAL 50 ANIVERSARIO TRIUNFO DE LA UP4 de Septiembre de 1970: ¡Venceremos!

4 de Septiembre de 1970: ¡Venceremos!

Crédito Foto: Fundación Salvador Allende

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De pie frente al vetusto balcón decimonónico, Salvador Allende miró el solitario micrófono que lo conectaba con decenas de bocinas que colgaban de los postes de la luz a lo largo de la Alameda, en el corazón de Santiago de Chile. Parecía meditar mientras los agudos pitos de las nerviosas pruebas de sonido se  acoplaban e interrumpían por segundos el clamor de la inconmensurable multitud de cientos de miles de personas que rodeaba la vieja sede de la Federación de Estudiantes de Chile (FECH) desde donde, como ganador de la elección presidencial de ese 4 de septiembre de 1970, el vencedor había decidido dirigirse al pueblo de Chile.

El líder la izquierda tenía dos emotivas razones para querer hacerlo desde ese balcón: cuarenta años antes de esa noche histórica, allí le habían elegido  vicepresidente de la poderosa Federación de Estudiantes; y el 24 de enero de 1939, a las 10,30 de la noche, cuando, de pronto, la reunión a la que asistía en la Gran Logia de la Masonería chilena con sede en ese caserón, fue cortada abruptamente por uno de los más devastadores megasismos ocurridos en la historia reciente, el terremoto de Chillán. La anécdota es conocida: Allende, que sentía un inconfesado temor a los movimientos telúricos -tan frecuentes en Chile- corrió fuera y, como el buen atleta que era, de dos saltos atravesó la Alameda hacia la plazoleta Vicuña Mackenna. Allí, un amigo común le presentó a una joven de bellísimos ojos que, a su vez, había huido el terremoto desde el vecino cine Santa Lucía. Se llamaba Hortensia Bussi.

Como una mancha de luz caminábamos, felices, por medio de la noche cantando el “Venceremos”, himno de la campaña que estaba llevando a nuestro candidato s la Presidencia de la República para intentar, por primera vez en el mundo, llegar al socialismo por la vía pacífica. Marchamos primero hacia la plaza Bulnes pero al llegar allí tanquetas y soldados fuertemente armados nos cerraron el paso, un primer recordatorio de las razones por las que la coerción sería más fuerte y evidentes que de costumbre: estaba en juego el sistema. Debimos dar un rodeo y salir por un costado de la Universidad de Chile a la Alameda. Sólo queríamos encontrarnos con Salvador Allende, verlo aunque fuera de lejos, escucharle, gritar, saltar, cantar, ser felices para siempre. Teníamos 23 años, ¿cuándo, si no?. Sosteníamos a todo lo ancho de la principal avenida de Chile un gran lienzo en el que podía leerse: “Los trabajadores de Puro Chile saludan la victoria del pueblo”. La pintura estaba aún fresca pues lo habíamos terminado de pintar no mucho antes y en un extremo se veía al famoso “Enano Maldito”, de cejas enarcadas y gran sonrisa. Sabíamos que los resultados estaba siendo dilatados desde el ministerio del Interior, en una acción deliberada del gobierno demócrata cristiano con la perversa intención de sembrar incertidumbre. Nosotros resolvimos salir de todos modos porque estábamos seguros de que la victoria ya era nuestra.

Allende abandonó sus disquisiciones y retornó a la realidad que le circundaba. En torno y detrás suyo, pero también desde los otros balcones de la vieja casona señorial, los reporteros gráficos contorsionaban con extrañas piruetas intentando captar el mejor ángulo, la mejor imagen de aquella figura histórica viviendo la más alta noche de su dilatada vida política. Algo a lo que la iluminación del lugar no ayudaba pues los fotógrafos y camarógrafos sólo contaban con la poca claridad que aportaban dos luminarias de mercurio del alumbrado público equidistantes del edificio que entonces albergaba a la FECH.

¡Victoria, victoria!

Era tarde, cerca de la una de la madrugada y en estricto rigor ya se vivía el inicio de una nueva madrugada cuando el gobierno soltó los resultados finales ¡¡ Victoria, victoria !!… El paladín, el centro de toda la atención, tenía meridianamente claro que a partir de entonces, la Historia cambiaría para siempre y sabía que tenía que imprimir un énfasis especial para alcanzar los objetivos del programa de gobierno de la Unidad Popular, lo que implicaba establecer un compromiso, una comunión con los desposeídos, con los explotados, con la base popular que le apoyaba. Pero también debía saber atraer a las capas medias de la sociedad porque esa unidad de inobjetable mayoría -que a lo largo de la Historia había enfrentad brutales represiones por parte de la clase dominante- sería la que su futuro gobierno debería tener más presente a partir del trascendental triunfo electoral de aquella noche.

En medio de fogonazos de flash fotográficos y las fuertes luces de las cámaras de cine y televisión, de periodistas chilenos y extranjeros que querían inmortalizar ese preciso trozo de la Historia, en medio de decenas de micrófonos de radios que se fueron agregando para grabar sus palabras, Allende hizo un gesto al locutor Emilio Rojas, quien, en medio de la euforia generalizada y casi empalmando su boca al micrófono, gritó, más que anunció, que hablaría el “compañero” Presidente de la República.

Pero no pudo empezar de inmediato porque en ese preciso instante, desde el fondo de las gargantas de un millón de personas que se habían dado cita en la Alameda surgió la Canción Nacional, aquella reservada para los grandes momentos del devenir nacional, aquella que se canta a capela, a todo pulmón, a toda rabia, a toda esperanza reivindicativa. El Puro Chile de sus versos iniciales atronó majestuoso hacia el espacio de esa noche triunfal. Fue un momento mágico, mientras lágrimas de emoción caían por esas mejillas precozmente arrugadas y los árboles florecían.

“Queridas compañeras y compañeros, con profunda emoción les hablo desde esta improvisada tribuna por medio de estos deficientes amplificadores –comenzó Allende- Nunca como ahora la Canción Nacional tuvo para Ustedes y para mi tan profundo significado…”

Consciente de ello, las palabras de un Allende victorioso invitaban a la reflexión, invitaban a profundizar las reivindicaciones populares, pero con la calma e inteligencia que imponían las procelosas circunstancias que rodearían al movimiento popular de ahí en más. No fortalecer el proyecto de la vía chilena al socialismo, debilitándolo con acciones precipitadas, sería malgastar décadas de luchas por salir de la pobreza y construir -paso a paso- una estructura de justicia social plena.

“Ciudadanas y ciudadanos de Santiago, trabajadores de la Patria: Ustedes y sólo Ustedes son los triunfadores. Los partidos populares y las fuerzas sociales han dado esta gran lección que se proyecta más allá, reitero, de nuestras fronteras materiales. Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada y que esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante cuando tengamos que poner más pasión y más cariño para hacer cada vez más grande a Chile y cada vez más justa la vida en nuestra Patria…”

Era aquella sustancia la que implicaba el compromiso entre el líder y la masa. Un diapasón que, al vibrar, retroalimentara la fuerza, la corriente de energía que permitiera iniciar el monumental trabajo para afianzar el triunfo popular y lograr hacer realidad el gran proceso transformador que avizoraban. Allende sabía que no bastaba con haber ganado una elección histórica, sino que tenían la obligación de constituir una suerte de fuerza magnética que combinase convicción y esfuerzo, pero que también evitase el riesgo de  la sobre ideologización, la violencia y la polarización para enfrentar la que sería una casi irremontable y frenética oposición no sólo de la derecha, sino también de los sectores de la alta burguesía desplazados del poder político, grupo pequeño pero que mantenía intacto su enorme poder económico y financiero.

Un discurso inolvidable

“Somos los herederos legítimos de los padres de la Patria, y juntos haremos la segunda independencia, la independencia económica de Chile. Desde aquí declaro solemnemente que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro y quiero que lo sepan definitivamente, que al llegar a la Moneda, y siendo el pueblo gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído, de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular…”

La gente nos veía y se apartaba para abrirnos paso, entre admirada y respetuosa, fraternal, aplaudiendo, vitoreando. Tengo noción que desde los edificios de altura que se alinean a los costados de la principal avenida del país caía papel picado y globos de colores. La sensación de alegría por un triunfo que aún les costaba creer se pintaba en la cara de esos compañeros y compañeras de rostros y manos curtidas como mapas de cuero, mujeres, hombres, jóvenes, niños y ancianos que, tal vez por primera vez en sus vidas, sentían que ganaban algo con el triunfo de Salvador Allende: dignidad.

El día había comenzado para nosotros, los periodistas del diario más popular e iconoclasta de Chile, más bien hacia el mediodía. El acuerdo era ir a votar primero y luego concurrir a ese segundo piso de avenida Bulnes donde se situaba la redacción para que así los colegas del turno matinal pudieran ir a su vez a sufragar. Poco a poco fuimos reuniéndonos bajo la mirada preocupada de José Gómez López, director de Puro Chile. Nuestro diario era un tabloide popular creado ex profeso por un grupo de periodistas de primer nivel, pero también de primera línea, con el apoyo del Partido Comunista. Se imprimía, por lo demás, en las viejas rotativas de la imprenta “Horizonte”, donde también se  editaba e imprimía el diario “El Siglo”, del Partido Comunista. No obstante, Puro Chile no era una publicación que siguiera los lineamientos del PC, sino que los de la izquierda en general y de la Unidad Popular en particular. Había sido lanzado, además, para enfrentar la poderosa maquinaria mediática de la Derecha que ya se preveía. No obstante, cabe recordar que la increíble animadversión, el odio de clase a la izquierda y a la Unidad Popular manifestado permanentemente  por la élite, sí tenía (y sigue teniendo hasta hoy) un denominador común: un anticomunismo visceral que, más allá de lo netamente ideológico, utiliza ese precepto como baluarte para defender sus portentosos intereses económico-financieros e indecibles privilegios de clase que intenta mantener sobre las grandes mayorías explotadas.

Esa noche del 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende sabía que en la lucha que se iniciaba no podrían claudicar, ni permitir espacios al poder establecido, al mismo tiempo que debían  mantener en alto la meta de la equidad social para establecer las bases que permitieran transitar hacia una sociedad que pusiera fin a la explotación del hombre por el hombre, proceso que en esa jornada pudo ser validado de modo inédito bajo las formas democrático-burguesas de acceso a una parte del poder político, el gobierno. Especialmente porque lo que allí estaba sucediendo rompía los esquemas de dominación continental del imperio estadounidense, por una parte, pero, además, porque el hermoso desafío que se iniciaba estaba siendo observado por otras izquierdas con singular interés: era la primera vez en la historia reciente del mundo que un pueblo, en el más remoto rincón del planeta, iniciaba el salto al socialismo por la vía del voto y no de las armas. Y todo aquello era encarnado por aquel hombre que recogía sobre sus espaldas las esperanzas de un pueblo y que, en definitiva, era eI único que podía garantizar la consecución del histórico proceso que se iniciaba aquel 4 de septiembre de 1970.

“El pueblo sabe que sus problemas no se solucionan rompiendo vidrios o golpeando un automóvil. Y aquéllos que dijeron que el día de mañana los disturbios iban a caracterizar nuestra victoria, se encontrarán con la conciencia y la responsabilidad de ustedes. Irán a sus trabajos, mañana o el lunes, alegres y cantando; cantando la victoria tan legítimamente alcanzada y cantando al futuro. Con las manos callosas del pueblo, las tiernas manos de la mujer y la sonrisa del niño, haremos posible la gran tarea que sólo un sueño responsable podrá realizar. El hecho de que estemos esperanzados y felices, no significa que nosotros vayamos a descuidar la vigilancia: el pueblo, este fin de semana, tomará por el talle a la patria y bailaremos desde Arica a Magallanes, y desde la cordillera al mar, una gran cueca, como símbolo de la alegría sana de nuestra vida”…

Puro Chile

Vuelvo mis recuerdos de aquel viernes 4 de septiembre de 1970. La gerencia del diario, encabezada por Abraham Muskablit -quien, en 1986, moriría acribillado por la vendetta del dictador Pinochet como consecuencia del atentado en su contra y que costaría la vida, entre otros, al periodista José Carrasco- había provisto café, sándwiches, empanadas y refrescos para una jornada en la que, por haber sido declarada feriado legal, no encontraríamos comercios abiertos. Poco a poco también fueron llegando los periodistas “estrella” de nuestro diario: Mario Gómez López, Eugenio Lira Massi (subdirector), Ligeia Valladares, su esposo, Guillermo “Chino” Ravest, Carlos Ossa, Raúl “Pitico” Pizarro, Fernando Rivas Sánchez, Juanito Ostoic y Jorge Mateluna, el genial dibujante del ultra popular y querido “Enano Maldito”.

Pero también estábamos allí los periodistas jóvenes Lucía Sepúlveda, Sergio Jeréz, María Eugenia Camus, Ramiro Sepúlveda y, entre otros, este autor, quien, como estudiante en práctica, oficiaba de reportero policial y laboral en Puro Chile. Esto último no era menor de acuerdo a los tiempos que corrían, pues tenía como deber diario cubrir todo lo que acontecía con relación a la poderosa Central Única de Trabajadores (la CUT original fundada por el insigne Clotario Blest), pilar fundamental de las grandes movilizaciones populares de esos años. Pero habían otros jóvenes, como Mario Barrios, estudiante de Periodismo como nosotros, pero que con mucha modestia cumplía con las labores de auxiliar. Mario -muerto en un extraño atropello automovilístico en 1986- tenía a su cargo la importante aunque riesgosa misión de llevar, ya de amanecida, los originales de Puro Chile -que saldría al día siguiente a los kioscos- hasta los talleres de “Horizonte”, en calle Lira, a una decena de cuadras de allí, tarea que cumplía en su bicicleta siempre estacionada a la entrada de la sala de redacción.

“Somos y seremos respetuosos de la autodeterminación y de la no intervención. Ello no significará acallar nuestra adhesión solidaria con los pueblos que luchan por su independencia económica y por dignificar la vida del hombre (…) La revolución no implica destruir sino construir, no implica arrasar sino edificar; y el pueblo chileno está preparado para esa gran tarea en esta hora trascendente de nuestra vida.

A fines de 1969, cuando ya era un famoso periodista, Eugenio Lira Massi se entrevistó con los máximos dirigentes del Partido Comunista y les planteó la necesidad de tener un diario que apoyara con toda lealtad la campaña de la Unidad Popular que poco antes había definido a su candidato, Salvador Allende. El acuerdo se selló en calle Bremen, en la casa del senador Luis Corvalán, secretario general del PC y en presencia de la entonces secretaria general de las juventudes comunistas, la diputada Gladys Marín. El nuevo diario –les explicó Lira- no sería ni “de” ni “para” el Partido Comunista, sino que sería una publicación manejada por los propios periodistas, su director sería José Gómez López y su subdirector, el propio Lira Massi. Esas fueron las condiciones. El PC, luego de sopesar el asunto aceptó: aportaría financiamiento para iniciar el cometido, así como los viejos talleres de la imprenta “Horizonte” en calle Lira. El resto saldría de las ventas. De ese modo, el diario fue organizado y preparado durante el verano de 1970 por el macizo equipo de periodistas, casi todos provenientes del diario “Clarín” y disgustados con su propietario, el boliviano Darío Saint-Marie, quien jugaba a ganador apoyando las candidaturas de Allende y del demócrata cristiano Radomiro Tomic. Conocedor del proyecto, alumno de tercer año de Periodismo en la Universidad Católica y militando en la Brigada Universitaria Socialista, solicité a José Gómez López hacer mi práctica en el Puro Chile a fines de marzo de 1970. El primer número salió a la calle el 7 de abril de ese año.

Poco antes, durante el invierno de 1970, tuve mi minuto de suerte. Gracias a la función que cumplía reporteando las largas reuniones gremiales que se suscitaban en dependencias de la CUT, una de esas tardes logré hablar con Luis Figueroa, el presidente de la popular multigremial y le plantee la idea que, en coordinación con el director de Puro Chile, José Gómez López, invitara a nuestro candidato presidencial a visitar a los trabajadores de la cada día más popular publicación. Figueroa me escuchó con mucha atención y acogió positivamente mi propuesta. Pero como cada día trae su afán, después de aquel encuentro olvidé el asunto hasta que, un par de semanas después, cuando llegué al diario, encontré que el ambiente estaba convulsionado.

La recepcionista, Katya, la hermosa búlgara compañera de Mario Barrios, me soltó la primicia en su dificultoso castellano: “¡espera en cualquier momento la llegada del compañero Allende!…” -me informó. Las mesas individuales de la redacción habían sido alineadas y cubiertas con papel de ediciones anteriores del mismo diario fijas con cinta adhesiva. Encima, platos con trozos de hallullas impregnadas rápidamente con paté y rodajas de huevo duro y aceituna, imitando canapés. Vasos  y gaseosas. Me pareció original, modesto sí, pero de acuerdo a lo que éramos, con tal de ofrecer un refrigerio a nuestro candidato presidencial, el entonces presidente del Senado, Salvador Allende. Así fue que pudimos  compartir un momento trascendente y colectivo con él.

Pero, además, tuve la suerte y el privilegio de conocer y tratar a Salvador Allende con mayor cercanía. Debió ser en la última semana de agosto, unas dos semanas antes de la elección del 4 de septiembre. José Gómez López decidió enviarme a cubrir la última gira al norte del país que, como candidato de la unidad Popular, realizaría Salvador Allende. Recuerdo que embarcamos en un viejo avión de Ladeco, un DC-3 fletado especialmente para la prensa por el Comando de la UP. Entre las y los periodistas de diversos medios, recuerdo a María Eugenia Oyarzún, de El Mercurio, Silvia Pinto como reportera de Radio Minería y Carmen Puelma como reportera de Radio Cooperativa, quienes cubrían política. De los diarios de izquierda, hasta donde recuerdo, sólo íbamos Carlos Cádiz por El Siglo y yo, por Puro Chile. Fue una experiencia inolvidable porque en menos de una semana recorrimos desde La Serena hasta Iquique, alojando en hosterías y hoteles de Honsa (Hotelera Nacional S.A.) junto a políticos de diversos partidos de la Unidad Popular, entre los que se contaban los senadores Luis Corvalán, Rafael Tarud y Hugo Miranda, del Partido Comunista, Acción Popular Independiente (API) y Partido Radical, respectivamente. Del equipo cercano a Salvador Allende hicieron ese viaje de campaña Tati Allende, Miria Contreras, la Payita, Osvaldo Puccio y el doctor Danilo Bartulín, entre otros. Difícil olvidar algo así para un periodista que se iniciaba: los rostros curtidos de los mineros del cobre en Chuquicamata y El Salvador, los pescadores de Iquique, las mujeres aymaras venidas desde el desierto hasta Calama para reunirse bajo el sol inclemente con “el doctor” (como le llamaban), la gente que salía a recibir a la caravana en los cruces de camino en Pueblo Hundido, Tierra Amarilla o el valle del Elqui. Y Allende, que hacía detener los vehículos, se sumergía entre esas manos y rostros morenos, hablándoles con sincera devoción pedagógica y política.

“Chile abre un camino que otros pueblos de América y del mundo podrán seguir. La fuerza vital de la unidad romperá los diques de la dictadura y abrirá el cauce para que los pueblos puedan ser libres y puedan construir su propio destino. Sólo quiero señalar ante la historia el hecho trascendental que ustedes han realizado, derrotando la soberbia del dinero, la presión y amenaza, la información deformada, la campaña del terror, de la insidia y la maldad”…

Y hacia el final de su histórico discurso en aquella noche estremecedora, Salvador Allende fue vertiendo una serie de conceptos sólidos, fundamentales, que respetaría y haría respetar incluso al precio de su vida cuando, 3 años y 8 días más tarde, se negara a abandonar el palacio presidencial de La Moneda, ofrendándose y brindando con ello la más alta lección moral que ha conocido la Historia contemporánea:

“El pueblo (que sabe que) entrará conmigo a La Moneda el 4 de noviembre de este año”…

“Gracias, gracias, compañeras. Gracias, gracias, compañeros. Lo mejor que tengo me lo dio mi partido (el Partido Socialista), la unidad de los trabajadores y la Unidad Popular”…

“A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo, con la lealtad del compañero Presidente”…

La muchedumbre parecía delirar. Vi a un hombre que, para manifestar la felicidad que le embargaba, no encontró mejor forma que desnudarse por completo ahí mismo, delante de todas y todos. Luego, envolviéndose en una bandera nacional y otra de la Unidad Popular, trepó por un poste de la luz frente a la Biblioteca Nacional en cuya escalinata, mi compañera Ana María y yo apenas habíamos logrado poner pie para ver, frente a frente, a nuestro “compañero Presidente”. Después, como siempre sucede, la Alameda fue quedando vacía lentamente. Con confetti y restos de basura en el suelo, sí, pero esa noche no se registró ni un solo vidrio roto, ni ningún automóvil dañado. Nos retirábamos en completo orden, aún felices, sin pensar en el mañana, viviendo el “aquí y el ahora”, aún cantando -puño en alto- el “Venceremos”.

Luis Hernán Schwaner U.
Luis Hernán Schwaner U.
ex Presidente del Colegio de Periodistas de Chile.

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