Inicio EDICIÓN ESPECIAL 50 ANIVERSARIO TRIUNFO DE LA UP La Canción del Poder Popular y un Chile ni tan Diferente

La Canción del Poder Popular y un Chile ni tan Diferente

Foto: Fernando Velo

0
615

A principios de año, el escritor chileno Ariel Dorfman, publicó para The New York Review of Books, un ensayo sobre la rebelión chilena de octubre de 2019. Su registro testimonial sobre los años previos a la Unidad Popular, dan cuenta de una suerte de déjà vu, esa sensación de haber vivido antes un evento similar, donde nuestra Plaza de la Dignidad, en Santiago (Plaza Baquedano) ya había sido el epicentro de otras revueltas, situándose como un eje urbano de profundo contenido simbólico en nuestros procesos de transición y crisis. En particular, narra un episodio vivido junto a quien, hoy, es su esposa. Ocurrió el 6 de mayo de 1965 en el contexto de protestas estudiantiles contra la embajada estadounidense, a causa de la invasión yanqui en República Dominicana.

“Cuando Angélica y yo nos escabullimos, una Van de la policía nos persiguió, amenazante, a través de los jardines y trató repetidamente de embestirnos en contra de uno de los árboles donde nos escondíamos. Finalmente, perseguidos por varios policías corpulentos, empuñando palos, logramos regresar a la plaza, que parecía ofrecernos algo de refugio”.

“Quizás porque  todavía reconocían algún tipo de privilegio y límite que debía ser respetado, la policía no hizo mayores intentos por atacar a la multitud de estudiantes acomodados que se habían reagrupado allí. No nos dimos cuenta que nos habían dado un anticipo del futuro. Estos nuevos y brutales métodos de control de multitudes eran parte de una modernización bien financiada de medidas represivas, sistemáticas y precisas, en Chile y el resto de una América Latina insurgente. Si los disidentes y activistas no eran aún sometidos a la fuerza de la violencia estatal, esto se debió a que Chile se movió resueltamente, en los años siguientes, hacia la posibilidad del control popular del Estado a través de una revolución pacífica. Y, en efecto, el 4 de septiembre de 1970, una coalición de partidos de izquierda eligió un nuevo presidente: Salvador Allende, un socialista que estaba comprometido con las reformas estructurales de las desigualdades económicas y sociales de Chile, pero a través de medios democráticos más que de una lucha armada”.

“Esa elección alteró dramáticamente lo que la plaza significaba para los chilenos. Las multitudinarias marchas de los allendistas, deliberadamente, fluyeron hacia la plaza, en una demostración de fuerza y ​​apoyo a nuestro experimento, prueba de que la ciudad pertenecía a quienes la habían construido y nutrido y no a aquellos, quienes profitaban de la incesante explotación y olvido de sus habitantes. Además, participando en esas marchas en las cuales grité hasta quedar ronco de júbilo, mi experiencia particular de la plaza también se transformó”.

Otra cosa fue con guitarra

Mover los límites de la ciudad, implicaba transformaciones culturales profundas, que la Unidad Popular intentó abordar con un proyecto de riqueza simbólica, política y estética sin proporciones en la historia de nuestro país. Una historia que no pudo sino hacer eco de procesos sociales que habían estallado en reformas y cambios culturales en todo el mundo, principalmente en los años ‘60. La revolución cubana, la Guerra de Vietnam, la masacre de estudiantes en Tlatelolco, México; así como la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos marcada por el asesinato de Martin Luther King y, por supuesto, el mayo francés de 1968 que logró unir a los líderes estudiantiles con sindicatos y obreros, amplificando así el rechazo al statu quo, por medio de lienzos y consignas como ¡Prohibido prohibir!, la imaginación al poder o seamos realistas, pidamos lo imposible.

Ese lenguaje directo, creativo y abiertamente revolucionario irrumpió en Chile, entre otras manifestaciones, con la Revolución en libertad de los estudiantes universitarios que, en su búsqueda de justicia social, serían algo así como los teloneros de nuestra vía chilena al socialismo, moviendo los límites del arte (teatro, música, pintura, danza) hacia todos los rincones del país.  La Nueva Canción Chilena contaba desde 1967 con un sello discográfico local, la Discoteca del Cantar Popular. (Dicap) perteneciente a las Juventudes Comunistas y que incluía un cuidadoso y simbólico trabajo en sus carátulas, a cargo del artista gráfico Antonio Larrea.  La Dicap contribuyó con un catálogo excepcional: Violeta Parra, Margot Loyola, Rolando Alarcón, Patricio Manns, Los Blops y Víctor Jara que, entre muchos más, fueron asiduos invitados a recitales, marchas y mítines de la época.

La extensión universitaria, las peñas, los festivales y la educación popular llegaron a través de prácticamente todas las expresiones artísticas a las poblaciones, el arte barrial podía realizarse en sedes sociales, parroquias, calles y murallas. Los espacios públicos fueron dando cuenta de una virtuosa conjunción entre política, educación popular y arte.

La victoria que llegaría el 4 de septiembre de 1970 se palpitaba en esas calles, dejándose sentir en los cantos, obras de teatro, bailes, murales y recitales que afloraban en las esquinas, con cada manifestación a lo largo del país, para congregar y convocar, masivamente, al pueblo no habituado a ocupar los espacios que históricamente le habían sido vedados.

Como recuerda la doctora en Historia y académica de la Universidad Austral de Chile, María Angélica Illanes, “nos juntábamos a manifestarnos como cuerpo en transformación, en revolución. Estábamos generando el cambio histórico. Cuando cantábamos, cuando participábamos de ese canto en forma colectiva, en forma masiva, con una sola voz, estábamos generando el cambio.”  En conversación con Página 19, la historiadora remite al amor de una época que vivió siendo universitaria y que no duda en calificar como un “proceso político musical” que surtió de encanto y alegría al país. Para ella, la música y en especial el canto eran pronunciamientos colectivos de un sujeto histórico joven, que se ponía al servicio de una transformación profunda. “La música le dio una voz alegre, sentido e incluso un contenido pedagógico al proceso, además de conectarnos -sostiene- con América Latina y con los instrumentos del mundo andino, en cuyas raíces ancestrales se cantaba el cambio, la transformación y el canto nuevo”.

Ocurrió de hecho con “Venceremos”, el himno de campaña de la Unidad Popular que, si bien fue compuesta en 1970 por Sergio Ortega del Quilapayún, con letra de Claudio Iturra, fue versionada indistintamente por Inti Illimani, Quilapayún y Víctor Jara.  Sucedería lo mismo con la marcha de “El pueblo unido jamás será vencido” compuesta también por Ortega, poco antes del Golpe de Estado. Los acordes de ambos himnos persisten en la consciencia del pueblo hasta el día de hoy, pues sigue aflorando en las gargantas de millones de personas, en marchas de todo el mundo. Tal como ocurrió durante las protestas de octubre de 2019 durante la “revolución de los nietos”, como la denomina María Angélica Illanes (historiadora).

La canción del poder popular llegó de la mano de una juventud consciente y, muchas veces, militante. Fue el caso de Libertad Ramas Montecinos, profesora jubilada de Valdivia, hija de un español llegado en el Winnipeg, carguero que el poeta Pablo Neruda contrató para traer a Chile refugiados españoles que escapaban de la Guerra Civil. En sintonía con la vida politizada de esos años, Libertad comenzó a militar en las Juventudes Comunistas desde muy pequeña y así fue como se transformó en una de las primeras mujeres presidenta del Centro de Alumnos de la educación secundaria del Liceo de niñas de Valdivia.

“El despertar para los jóvenes -comenta- llegó con la Universidad Técnica del Estado (UTE) que fue nuestra escuela política. Con ellos nos organizábamos y recuerdo, por ejemplo, una de tantas disputas contra el Ministro de Educación de la época, don Ernesto Pinto Lagarrigue, a quien pusimos simbólicamente en un ataúd de cartón y junto a alumnos del Liceo Armando Robles, lo llevamos hasta el puente Pedro de Valdivia para tirarlo al río, para que se ahogara.”  Eran tiempos de efervescencia política, declaraciones apasionadas, pero también de acciones concretas.  Pese a ser una Universidad Técnica, la UTE pasó a ser un importante foco cultural en la región, para cantantes, grupos musicales y para el teatro. Por primera vez, los jóvenes compartían el genuino compromiso de recorrer poblados y asentamientos familiares de difícil acceso en la región, para montar sus espectáculos con elencos artísticos para todo público. “Las peñas más importantes fueron las que organizó la Universidad Técnica del Estado. Ahí mismo se hizo harta actividad para la campaña, con Rolando Alarcón, Héctor Pavez.

También vino en plan de campaña por Salvador Allende, Pablo Neruda, que dio un recital para obreros en el local del Partido Comunista, el salón estaba lleno de trabajadores”, señala Libertad quien, vinculada ya a la Comisión de Educación Política del Partido Comunista y, previo a la campaña presidencial de 1970, también fue integrante de la Brigada Ramona Parra y sonríe al recordar que, junto a compañeros y compañeras, se pasaban tardes enteras haciendo engrudo (pegamento casero hecho con  harina y agua) para salir a pegar carteles y lienzos en las calles de Valdivia.

No se trata de cambiar un presidente

Entre septiembre y octubre de 1970, el grupo Inti Illimani grabó el Canto al Programa, dirigido por Sergio Ortega y Luis Advis, con la idea de acercar el mensaje político contenido en las primeras 40 medidas del gobierno, utilizando la música como instrumento pedagógico.  Porque como decía la canción, no sólo se trataba de cambiar un presidente, sino que era todo el pueblo quien debía participar en la construcción de un Chile diferente.

En este contexto se entiende que, a pocos meses de asumido el gobierno de la Unidad Popular, Allende invitara a diferentes personalidades internacionales (intelectuales, periodistas y artistas) para que observaran el desarrollo de transformación que vivía el país. Como señala a este medio, la directora del Museo de la Solidaridad Salvador Allende (MSSA), Claudia Zaldívar, “Esa idea luminosa se gestó en el transcurso de lo que se llamó la Operación Verdad (Santiago, abril 1971). Asistieron el crítico de arte español, José María Moreno Galván y el pintor y senador italiano Carlo Levi, quienes lanzaron la iniciativa de crear una colección de obras de arte para Chile, donada por artistas internacionales, como un gesto de movilización solidaria y de apoyo al gobierno de la Unidad Popular. Mário Pedrosa, destacado crítico de arte brasileño, fue el gran gestor y fundador del Museo de la Solidaridad, en su condición de presidente del Comité Internacional de Solidaridad Artística con Chile (Cisac), que se conformó para esta tarea. Pedrosa estaba exiliado en Chile por la dictadura brasilera. Era ya en ese momento un renombrado experto en arte contemporáneo, con múltiples contactos con destacadas personalidades del medio artístico internacional. Como Secretario Ejecutivo del Cisac se nombra a Danilo Trelles, cineasta uruguayo, consultor de Bellas Artes de Unesco y amigo personal del presidente Allende.”

El llamado solidario de Pedrosa se realizó en los círculos del arte contemporáneo de todo el mundo, junto a una carta del propio presidente Allende. “La idea era conformar un museo de arte moderno y experimental, donde quedara expresado el ideal de una sociedad más justa, más libre y humana, expresa Claudia Zaldívar y agrega, si bien el museo no alcanzó a tener una sede y constitución oficial, se realizaron tres exposiciones muy visitadas y elogiadas. Más de 480 obras se recibieron antes del Golpe de Estado, de artistas tan relevantes como Joan Miró, Lygia Clark, Frank Stella y Víctor Vasarely.”
Hoy, el MSSA es considerada una de las colecciones de arte moderno y contemporáneo más importantes de América Latina, por su diversidad y la relevancia de las obras en las trayectorias de los artistas. “Encarnamos, dice su directora, el concepto de solidaridad en lo más profundo de nuestra política museal, en la relación que tenemos con nuestras comunidades, en el fuerte trabajo de vinculación con el barrio República, de co-creación con las comunidades educativas y diversidades. Por nuestra historia, somos un museo político en su más amplio sentido: ético y estético”, concluye.

La construcción de un nuevo frente cultural ante una industria que llevaba décadas funcionando al alero de un público que tenía sus propias expectativas de consumo cultural, claramente era un desafío enorme. El proyecto artístico y cultural exploró, entonces, el acceso al libro como instrumento de cambio de mentalidad y formación de identidad nacional. Lo hizo con un modelo inédito de producción, distribución y ventas, a través de la experiencia de la editorial estatal Quimantú (sol de sabiduría, en mapudungun). Los libros pasaron de ser un lujo, a ser vendidos en quioscos y fábricas, como rezaba la publicidad, al precio de una cajetilla de cigarrillos.

El autor de “La muerte y la doncella”, Ariel Dorfman, ha señalado que en aquella época debía cruzar por lo menos 3 veces al día la Plaza de la Dignidad (Baquedano) por su trabajo como consultor ad honorem en varios proyectos de Quimantú: nueva juventud y cultura, revistas de historietas y cómics que según ha planteado, fueron “diseñados para desafiar el ascenso de Disney en el mercado y la publicación de libros populares vendidos en grandes cantidades en ediciones económicas en los quioscos. Una de las delicias de esa labor de amor fue, después de varias horas de arduo y estimulante trabajo en Quimantú, detenerse en una esquina de la plaza y, por unos minutos, simplemente pararse y observar a mis conciudadanos adquirir este material lector en un quiosco. Hubo una recompensa adicional, más tarde en el autobús que me llevaba a mi próxima tarea revolucionaria, de ver a la gente realmente leyendo, realmente absorta en las palabras e imágenes que había ayudado, a mi manera, a traer al mundo”.

Los sueños de un futuro socialista avanzaban, señalando a su pueblo un camino de luchas por vencer. Las consignas enarboladas en el mundo, durante décadas de lucha campesina, obrera y estudiantil por una cultura popular parecían cristalizar al sur del mundo y adquirían más sentido que antes las reivindicaciones y conquistas de una vida propia. En más de un registro audiovisual, particularmente en “La Batalla de Chile”, del realizador chileno Patricio Guzmán, es posible dimensionar la consciencia, la capacidad de hablar y de decir del pueblo chileno, como sujeto que estaba construyendo su propia historia, pero colectivamente.

Como lo dijo Salvador Allende en su primer discurso como flamante presidente electo, “Toda la victoria del 4 de septiembre de 1970 se sostiene en la esperanza y en la juventud de la patria”. Joel Asenjo Ramírez, contador auditor, recuerda ese momento, cuando se encontraba reunido con otros jóvenes socialistas frente al Café Palace, en la ciudad de Valdivia, a la espera de los resultados nacionales de las votaciones. Según su relato, “desde la ventana del segundo piso del local, Víctor Monreal, tipo 21 ó 22 horas expresa a la multitud de adherentes: ¡Ganamos! ¡Allende Primera mayoría!. Saltamos de alegría, gritando, ¡Allende!.  En eso estaba, cuando mirando los rostros de los presentes, veo a mi padre y corro hacia él, quien me toma en sus brazos.  Levantándome, me abraza y expresa,  ¡por fin!, Allende, presidente”.

Hoy, que el canto valiente vuelve a ser canción nueva en las calles y balcones de Chile, porque se resiste a desaparecer de nuestra memoria, a pesar de haber transcurrido medio siglo desde el triunfo de la Unidad Popular, para Joel Asenjo, “el gobierno que dirigió el compañero Allende, es el mejor gobierno que hemos tenido los chilenos en toda nuestra historia”.

No nos cabe duda, “podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza”.  (Salvador Allende)

SIN COMENTARIOS

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.