jueves, mayo 2, 2024
OpiniónReporteo Gastronómico: una Pizca

Reporteo Gastronómico: una Pizca

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Cuando llegué de Europa en 1980, apenas pude volver post exilio, comencé a “morirme de hambre”. Golpeé todas las puertas (radios, revistas, TV, diarios) y, finalmente, un antiguo contacto de mi paso durante los años mozos en El Mercurio y que volaba por los círculos superiores del periódico, me aceptó. “Haz notas generales, pero no escribas cosas comunistas”, se me dijo estúpidamente. Tras siete años de ausencia del país, yo entendía poco pero obviamente sabía que no podía dar rienda suelta a mis intereses noticiosos.

Entonces, recordé que en Francia, dónde había vivido aquella ausencia, la moda de crónica en los medios estaba muy dedicada al mundo del comer y del beber. Restaurantes típicos, formas de cocinar, personajes “gourmand”, sabores, descubrimientos de materias primas, lugares que despertaban el apetito y, bueno, todo aquello de la verdadera buena mesa. Y en el Chile periodístico nada de eso existía, salvo la recurrencia reporteril a dos o tres renombrados mandamases del arte culinario, todos de la alta sociedad. Ofrecí, en consecuencia, iniciarme en ese tema y fui aceptado.

Para comenzar y quizás llevado por instintos que uno no comprende, visité una “picada de chicha y chancho” en la calle San Pablo, bien abajo. Entrevisté al dueño, quien me contó lo mismo que todo propietario de restaurante típico cuenta a quien le pregunte: que sus padres le enseñaron a cocinar el chancho, que desde joven le gustó atender parroquianos, que “acá vienen muchos personajes políticos”, que “esta chicha es la mejor de Chile” y, en fin, nada nuevo. Y lo fotografié entre dos grandes jarras de pipeño y chicha, semi abrazado a una gran cabeza de chancho con su correspondiente manzana en la boca y ajíes amarillos en forma de cejas. Un novedoso acierto, para la época.

Lo nuevo era que un periodista en El Mercurio escribiera de aquello. ¡Y lo publicaron!

Mi segunda nota la escribí a los pocos días y también apareció en el diario. Entrevistaba a uno de aquellos renombrados mandamases, más arriba mencionados. Y corrió el tiempo, yo siempre buscando, sin saber qué ni dónde pero sí el por qué: tenía que sobrevivir.

Al cabo de un tiempo no muy largo, digamos que pocos meses, nació el suplemento “Wikén” y fui llamado a participar en él, con mis entrevistas y reporteos gastronómicos, hechos a cómo resultaran. Hicimos equipo con el escritor Enrique Lafourcade, que escribía grandes historias con exquisiteces del alto mundo social (y, por lo tanto, bien alimentado) y con doña Soledad Martínez, que visitaba en secreto los restaurantes más sofisticados… y los elevaba a la más alta calidad o los destruía sin misericordia. Yo seguía incursionando en cocinas de hoteles urbanos y en cocinerías pueblerinas, en rincones mínimos de caletas olvidadas o en el único restaurante que en Santiago ofrecía productos de mar, o en respetables restaurantes de regiones y los más elegantes comedores y salones de té, que entonces los había y varios.

Viajé por el territorio y conversé con muchas mujeres y hombres que, sin que nadie lo supiera, alimentaban buenamente al país. Y, de paso, se fue instalando en el “Wikén” el periodismo gastronómico, luego apoyado comercialmente (era que no) por una cartelera de restaurantes, al estilo de los tradicionales avisos económicos del Decano. Al mismo tiempo, yo ya debía llenar dos o tres páginas del suplemento semanal y, para ello, me extendía en largos y documentados reportajes sobre mil temas diferentes: que el origen de la comida italiana, que la historia del pan, que las salsas francesas, que la historia del queso, que el secreto de la comida peruana, que para qué sirven los huevos, que el secreto de los buenos (y los malos) vinos. Y mucho, mucho más: fueron prácticamente diez años y viví la experiencia, en plena dictadura, de moverme por ese mundo de exquisiteces, secretos culinarios y fiestas de manteles tan largos, que disimulaban el diario acontecer de otras circunstancias que difícilmente se registraban periodísticamente en el país.

Poco antes de 1990, después del plebiscito abandoné “El Mercurio” y así el periodismo gastronómico que había ayudado desde el principio a popularizarse. Los tiempos estaban cambiando y mi libertad reporteril especializada en mesas y condumios en el diario ya no era la misma de los inicios una década antes. Es decir, se me pauteaba comercialmente. También la historia del país daría su vuelco fundamental y, con ello, mi trayectoria viajaría por otros caminos, hasta hoy. Y, por lo tanto, mi mirada se desvió hacia otros intereses que alimentaron de mejor manera mi esfuerzo profesional.

Eso sí, me sigue gustando la buena mesa, afortunadamente. Esa pizca de reporteo gastronómico me sirvió mucho. Y de ese buen comer escribiremos aquí, en próximas columnas.

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