Periodista.
Comienzan las primeras horas hábiles de un nuevo año. Las frescas luces de la realidad y algunas primeras noticias de lo acontecido en Chile y el mundo nos e regalan un tema y un concepto que si bien está en el aire, también permanece –finalmente como una interrogante, creo yo– en nuestras mentes de ciudadanos envueltos en el cambio histórico de los últimos meses.
En efecto, mi impresión es que estamos utilizando últimamente a diestra y siniestra y con la plena libertad de seres hablantes que somos, el concepto “Dignidad”. Y me parece pensar que no le hemos tomado el verdadero, determinante y profundo peso que el término conlleva. Hoy mismo, cuando la repetimos a destajo y con razón (y hasta plaza tenemos con su nombre, lo que es muy válido dadas las circunstancias), vale la pena discurrir sobre tan tremendo, indispensable y elementalmente humano significado.
Dignidad antes que todo. Como el pan de cada día, la dignidad llegó a la mesa del desayuno de la ciudadanía y, de alguna manera, nos ha enseñado a comenzar desde temprano nuestros días con otro aire, otras ilusiones y otros sueños, más posibles y necesarios. Y, por supuesto, con otras expectativas y posibilidades concretas de mirar la vida por delante con una emoción diferente.
Pensándolo bien, de alguna forma estamos más contentos que antes, aún en medio de este aparente desorden histórico pero que nos estaba haciendo falta de manera tan urgente. Como se ha visto, sin duda alguna.
¿Por qué da la Impresión de que Estamos más Dignos?
Porque nos estamos escuchando. Nos estamos considerando. Nos estamos abrazando más. Estamos mirando al país en su conjunto. Todo esto va más allá de la simple conversación o el diálogo apurado con los vecinos, los parientes, en el ambiente laboral o en las calles del barrio de la gran ciudad o en la esquina del villorrio donde vivamos. Lo que ocurre sencillamente es que estamos más cerca los unos de los otros. Esto, porque tenemos un tema común. ¡Qué importante y definitivo! Nos faltaba un tema común, estábamos aislados y ahora nos estamos uniendo. La palabra Dignidad está entrando esperanzadamente en nuestro léxico diario. Porque también perdimos el miedo, esa especie de freno indominable prácticamente incrustado desde la dictadura y que nos inducía hacia el silencio, nos cubría de aparentes indiferencias y nos proyectaba disImuladamentehacia la torpe fórmula de dejar para mañana lo que podríamos discutir hoy.
Y hoy es hoy. Y los días, semanas y meses que vendrán. Aunque el propio presidente de la República diga que el foco principal del tema ya pasó.
También ha ocurrido siempre, en otros países. El mundo, finalmente, es uno solo y se regala los ejemplos. Está muy repetido ya pero quedó en Chile la imagen de los treinta pesos del Metro, como chispa que reventó el arsenal de paciencia. Lejos, en Francia durante también octubre pero en 2005, otra chispa: dos adolescentes africanos murieron electrocutados en una de las banlieues de París. Huían de la policía que los perseguía por un aparente robo, por entre los pasillos de una subestación eléctrica. Luego, se demostró que los adolescentes eran inocentes y el incidente provocó una de las peores revueltas que se han visto en Francia en los últimos 40 años. Los disturbios abrieron debate sobre la “fractura social” y la falta de justicia social. Como acá.
La historia, efectivamente, se repite. Son decenas los casos y basta aquí con citar lo ocurrido en Africa y que entró en la Historia con el nombre de Primavera Arabe. Como una de las chispas (que hubo varias, en diferentes países de ese lado del mundo), fue en diciembre de 2010 en Túnez cuando un vendedor ambulante fue despojado por la policía de sus mercancías (como suele ocurrir, lo hemos visto tantas veces) y, en respuesta, se inmoló como forma de protesta.
Durante su agonía miles de tunecinos se rebelaron contra las malas condiciones a las que el país estaba sometido, causando un efecto dominó en el resto de las naciones árabes. Todo provino, volviendo a nuestro tema, de un caso particular y, en el fondo, por la abrumadora falta de dignidad debido a una combinación de mal gobierno nacional y actitudes generalizadas de injusticias y deshonestidades la empresa privada, durante larguísimo tiempo.
¿Le Suenan esos Ejemplos?
Comparten, sin más ni más, la importancia primordial de la dignidad humana. La misma que hoy es el “personaje” principal de nuestra actualidad en Chile pero cuya específica función crítica continúa, a mi juicio, sin ser suficientemente entendida ni menos indesmentiblemente valorada. Ello, porque más que la necesidad de igualdad, de genuina democracia y el plebiscito y la Convención Constituyente que seguramente vendrá, la dignidad es fundamental para la existencia humana, en todas sus manifestaciones. Trasciende las diferencias sociales, económicas, étnicas o políticas.
Concretamente, y esto no ocurre ni remotamente en Chile, debiera estar garantizada para todos, en todo momento y bajo cualquier circunstancia. Ello, junto con poner en el tapete de la vida diaria y en forma simultánea la desigualdad, algo que la mayoría de las democracias liberales, partiendo por la nuestra, no abordan suficientemente. ¿Alguien con el corazón bien puesto defendería oficial y públicamente que existiese desigualdad en dignidad?
Vista desde otro ángulo, la dignidad humana constituye aquél valor especial que en el fondo todos reconocemos y participamos de él. A veces, demasiada teoría, solamente. Acá en Chile esa condición básica humana, que estaba dormida por la fuerza y la costumbre de los acontecimientos ya históricos de las últimas décadas, se abrió paso como toda raíz firme de árbol añoso y que nada la ataja. Y se está estableciendo con comprensibles aires de urgencia por la sencilla razón de que estalló y porque la raíz rompió el pavimento de la sociedad que evitaba asumirla.
A propósito de dignidad, resulta bastante indigna la actitud de algunas personas públicas (dígase parlamentarios oficialistas de gobierno, empresarios y otros representantes anquilosados de la escena política tradicional) que se han lanzado a una gran campaña en sentido contrario del próximo plebiscito que abrirá el camino hacia una nueva Constitución y que aducen insuficiente madurez de la ciudadanía. Eso es, sencillamente, miedo.
El miedo paraliza tanto los hechos concretos del día a día como el propio devenir de la Historia, que se nutre de ellos. Y ya sabemos, porque se ha repetido mucho en nuestro país en estos últimos dos meses, que sentir temor frente al proceso constitucional que tenemos ad portas no es sino pensar que a la democracia se le debiera tener miedo. Por lo demás, a ese absurdo al que hace décadas nos tuvieron acostumbrados, es cosa muy del pasado. Bastante indigno, a decir lo menos.
