lunes, abril 29, 2024
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Tiempos Violentos: ¿Chilenos y Chilenas al Límite?

Crédito fotografía: Patricio Muñoz Moreno

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Cuando casi se va a cumplir un año de encierros que van y vienen, restricciones a la vida cotidiana, imposición de nuevos hábitos, noches prohibidas por eternos toques de queda, cambios drásticos de rutinas, pareciera que los chilenos (y también, de alguna forma, el mundo entero) ya no dan más. Que están llegando a límites donde estalla la rebeldía -en el mejor de los casos-, las respuestas violentas, las reacciones desmedidas e, incluso la brutalidad.

Basta ver las noticias para darse cuenta de lo anterior. Batallas campales entre vendedores ambulantes tratando de proteger su territorio para realizar el comercio callejero; batallas inauditas en playas abarrotadas de veraneantes, donde grupos narcos son defendidos por la masa playera; casas destruidas por inmigrantes que se enardecen porque sus vecinos los instan a usar mascarillas. Y las fiestas clandestinas por doquier, las celebraciones bajo cuerda de  matrimonios altamente concurridos, las violaciones masivas del toque de queda. En fin, las conductas son innumerables y conocidas por todos ya que cada noche, los noticieros de la tele se encargan de difundirlas.

Y asusta. Porque Estados Unidos nos brindó la semana pasada un dramático ejemplo de lo que puede pasar cuando la gente se convierte en turba irracional. Claro, allí el desenfreno fue instigado por un presidente demenciado, que no tiene Dios ni ley  ni límites para lograr lo que supone que le corresponde.  Desde plantear que el Covid no existe, que no hay que usar mascarilla, hasta gritar a los cuatro vientos que le robaron los votos en la elección presidencial. Y la gente, enloquecida, siguiéndolo y defendiéndolo.

En Chile se trata del Covid pero estoy oliendo un ambiente creciente de turba. No es de extrañar si se piensa que a algunos –de barrios periféricos- se les castiga como a niños por transgredir normas sanitarias, y a otros –de balnearios cuicos- no se les toca ni con el pétalo de una rosa.  Eso enciende ánimos. Y acumula rabia.

Si a eso le sumamos decisiones políticas insólitas de lado y lado frente a decisiones cruciales para el futuro del país –como armar alianzas entre supuestos demócratas y turbas trumpistas chilenas o no ver que la unidad es el único camino para lograr lo que la gente viene gritando desde octubre de 2019, y que fue ratificado por una mayoría abrumadora en octubre del 2020, la rabia crece como la espuma.

Es como jugar al “junten rabia”. Y eso siempre es peligroso. Porque finalmente,  un día, la rabia sale, explota y se hace incontenible. Y se transforma en una seguidilla de días de furia, irracional y no encauzable.

Un país con rabia sorda es un polvorín.  Si no volvamos a mirar a Estados Unidos. Trump  azuzó a sus seguidores, inoculándoles rabia y violencia y hoy nadie sabe en qué va a parar ese fenómeno.

En Chile, la injusticia cotidiana de un gobierno de una minoría para una minoría,  la ineptitud diaria frente a la pandemia del Covid, la crisis económica, están incubando conductas peligrosas, soterradas, que crecen a fuego lento pero constante.

Y un país con rabia no solo es peligroso para una sana convivencia democrática. Lo es también para sus habitantes, que van siendo presa de daños poco visibles pero de avance inexorable y destructivo. Chile, ya antes de la aparición del Covid, era un país con índices muy altos de neurosis, trastornos ansiosos y depresión. Hoy, a casi 12 meses de una vida trastocada por innumerables y contradictorias medidas sanitarias, la cordura sin duda puede estar yendo en retirada.

Por lo pronto, estamos viendo un país que ha dejado de ser  educado y solidario. Que pareciera no importarle invadir el espacio de libertad del otro, que salta como araña peluda si le pides que se tape la nariz con la mascarilla.  Que ve entrar al carro del Metro a un compatriota con muletas y evitar sacar la cara del celular para no darle el asiento. Que grita “no me toques!” si le tocas el hombro para pedirle el asiento.

Claro. Estamos viendo a un pueblo que vive en departamentos de juguete, sin áreas verdes ni piscinas, y que quiere usar en forma desesperada el permiso único de vacaciones el primer día de año. Porque está cansado, aburrido, estresado.  Y copa las carreteras, los buses, los balnearios, sin mayor racionalidad.  Porque, además no cuenta con una autoridad que ordene la irracionalidad y, por ejemplo, disponga salidas diferidas desde Santiago a los lugares de veraneo.

En fin. En un manicomio, a veces los pacientes y sus cuidadores se mimetizan…

Es de esperar que la inminente “segunda ola” no haga que la sangre llegue al río y que este país estalle como un globo. Porque en esos estallidos, está claro quiénes son los más perjudicados. Y no son precisamente aquellos que arriendan la casa para el carrete en Cachagua…

Patricia Collyer
Patricia Collyer
Periodista y Psicóloga.

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