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2020, el Año de la Peste

Crédito Fotografía: Patricio Muñoz Moreno

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“Huye de ella pueblo mío, no sea que participes también de sus plagas”
Apocalipsis, 18,4.

LONDRES 1665

Fue hacia principios de septiembre de 1664 cuando Daniel Defoe, quien tenía 5 años de edad a la fecha, el reconocidoautor de la novela Robinson Crusoe, supo incidentalmente que la Peste había llegado a su amado Londres.

En aquella época en la ciudad no había periódicos, por lo cual la gente se enteraba de éste y otros sucesos a través delos mercaderes y otras personas que tenían contacto con países extranjeros. Se rumoreaba que la enfermedad había llegado de Holanda. Muchos sospechaban que el gobierno inglés tenía datos precisos sobre ello y que ya había realizado varias secretas reuniones para ver cómo enfrentar este delicado asunto.

Sin embargo, el rumor de la llegada de la Peste se olvidó con el paso de los días hasta que una tarde se supo que doshombres habían muerto en el sector de Drury Lane. Sus familias, intentaron ocultar sus muertes, pero el gobierno lo supo y mandó a dos cirujanos, quienes al ver los cadáveres confirmaron la presencia de la enfermedad. En los días siguientes el mal comenzó a extenderse como reguero de pólvora por todos los barrios vecinos, incluyendo los Liberties, esos extramuros pobres y libertinos fuera de las murallas.

Londres en la época era una ciudad poco limpia, donde las ratas pululaban por miles y la higiene de las casas dejaba mucho que desear. Una noche era un tormento dada la cantidad de pulgas que existían. Poco a poco el número demuertos comenzó a subir y en St. Giles, donde estaba uno de los focos, pasó de los 240 difuntos semanales a 474. En la parte amurallada de la ciudad, que era la más rica, la consternación era pavorosa a pesar que sólo se sabía de unos pocos casos dentro de ella. La gente comenzó a huir rápidamente. Carros y carros lleno de gente rica, tirados por caballos y detrás de estos, consternada y aterrorizada, iba la servidumbre que seguía a pie a sus amos.

A esa altura Londres era una ciudad triste, que comenzaba a estar vacía. La corte real se había trasladado a Oxford, campiña distante y sin peste. Dicen que ningún miembro real contrajo la enfermedad. Isaac Newton que a la fecha tenía 23 años y estudiaba en Cambridge, rápidamente percibió el peligro y se fue como un rayo a vivir al campo. Ya después de dos meses desde lo de Drury Lane, las calles de la ciudad estaban inundadas de cadáveres y los gritos de mujeres y niños salían tristemente desde las casas, porque sus parientes más cercanos agonizaban por decenas en los barrios londinenses. En las calles, algunos desesperados ciudadanosllenaban el aire con sus profecías apocalípticas: ¡De aquí a cuarenta días, Londres será destruido!

La historia posterior sobre la Peste dice que murió un quinto de la población inglesa y un cuarto de los londinenses. Unos cien mil muertos. Defoe dice que un día los enfermos comenzaron a disminuir y la estadística de muertes cayó a cero. Dios la terminó, reflexiona en su documentada novela “Diario del año de la peste” que publicara el año 1772, ya de sesenta y dos años de edad. Al pequeño pueblo inglés de Eyam la peste llegó también en septiembre de 1665, entre las telas que un sastre había comprado en Londres. El 24 de junio de 1666, siendo conscientes de la gravedad de la enfermedad, todo el pueblo se confinó voluntariamente durante 14 meses para no contagiar al resto. Murió el 75% de su población, pero nadie de sus alrededores.

Desde el siglo diecinueve sabemos que la peste es causada por una bacteria llamada Yersinia pestis que portan las ratas y que a los humanos se propaga por la picada de las pulgas que llevan la bacteria en la sangre succionada. También hoy sabemos que las pandemias ceden cuando ya no hay contacto entre infectados y personas susceptibles. En Londres, en 1665 la peste se acabó porque ya no quedaban personas susceptibles que infectar, habían muerto casi todos.

SANTIAGO 2020

Fue hacia principios de marzo de 2020, cuando Juan Pérez, natural de Talca, habiendo llegado de vacaciones desde Singapur, ya vestido para tomar desayuno, comenzó a sentirse mal. Un extraño dolor de cabeza, la garganta imposible y por la noche, una fiebre alta que no remitía con nada. La mañana siguiente una extraña dificultad para respirar lo inquietaba. Le pidió a su esposa que lo llevara al servicio de urgencia del hospital. Allí, rápidamente el médico de turno teniendo claro el diagnóstico tomó una muestra y decidió aislarlo. Fue el primer infectado en Chile a quien se le pudo reconstruir en reversa la ruta del virus.

Juan no sintió nada raro en esa extraña capital llamada Jakarta ni tampoco en el avión en el largo vuelo de retorno. Sólo le extrañó que muchos orientales usaran mascarillas. Ya en Santiago, le extrañó que el avión fuera derivado a un punto de atraque muy aislado. La fila en la aduana: interminable, y luego, la revisión del SAG. Se sorprendió de ver tantas mascarillas. Su familia impaciente lo esperaba bajo un implacable sol de marzo santiaguino. Al cruzar la primera mirada con su esposa vio en sus ojos signos de preocupación. Sin embargo, optó por no decir nada. Ya en Talca, a las 48 horas siguientes sonó su celular. Era del hospital de Talca: su muestra había salido positiva. Al mirar por la ventana hacia el centro de la ciudad sintió que todo ocurría afuera con una inconcebible y pasmosa normalidadmientras él, estaba muriéndose.

En Santiago, una llamada telefónica hecha a la casa del Presidente, escueta y seca anunció el inicio de la peste: ya está aquí Presidente, sí, en Talca. Luego, después de un largo silencio desde el otro lado de la línea se escuchó lo siguiente: Y ahora: ¿Qué vamos hacer? Al gobierno no le había ido bien el año pasado. Una gran revuelta había puesto al país patas arriba. La mayoría de los chilenos ya no querían más un sistema y sociedad regida por el neoliberalismo instalado por Pinochet. Sin embargo, el presidente empecinadamente quería continuar con el modelo.

A la semana siguiente de que Juan llegara, el virus invisiblemente había entrado también por los otros múltiples espacios existente en la frontera chilena. Los barrios acomodados de la capital, infectados por miles de viajes al extranjero, se llenaron de virus y comenzaron silentemente a contagiar a las comunas pobres cercanas y a las otras regiones del país. Los opositores al régimen decían: todo lo malo viene de los barrios altos de Santiago. Los pobres no viajan lejos, al oriente, donde se encuentra la peste. A los 15 días el gobierno decretó el confinamiento de la población de las principales comunas del barrio alto santiaguino. Casi la mitad de todos los casos de la peste estaban concentrados allí y con el paso de los días producían millones de virus que exportaban a otros lugares.

Al pasar los días decretó el toque de queda en toda la capital. Un silencio sospechoso invadió la ciudad desde esa noche. El ministro de salud en su reporte matinal siguiente señaló que la temida peste había cobrado su primera víctima, una mujer anciana de una comuna pobre a la cual la Peste le carcomió irreversiblemente los pulmones. Con el pasar de los días le siguieron otras muertes.

Hasta esa semana, el tema de la muerte no había estado presente en la cabeza de las gentes y no fue sino hasta ver en la televisión las hileras de ataúdes alineados en la ciudad italiana de Bérgamo, cuando se mostró con toda su imponente presencia. Millones de personas mayores de 65 años presas del miedo entraron en cuarentena y todos los días, esperaban con ansias, que la curva de enfermos no se elevara brutalmente hasta alcanzarlos.

Sin embargo, la suerte ya estaba echada pues la ciudad estaba invadida de personas que llevaban silenciosamente el mal de un lado a otro. A nivel mundial los muertos fueron acumulándose paulatinamente y la mayoría eran ancianos. La muerte comenzó a visitar con paso lento pero seguro las casas de las principales ciudades, siempre ensañándose con los pobres. A su vez, los miles de enfermos presa del miedo colmaban sin respuesta los abarrotados hospitales.

El silencio nocturno, la soledad de las calles desiertas, comenzaron a ser espacios nuevos de exploración para los animales salvajes de la cordillera. Pronto las cámaras nocturnas registraron hambrientos pumas deambulando por los barrios altos. Igualmente, los zorros, que jugueteaban en las calles tras algún bocadillo. Los cóndores, se posaban hambrientos sobre las terrazas de los departamentos más altos de la precordillera. Algo pasaba con los humanos que todo había cambiado.

La Peste pareció dar un respiro dos meses después de iniciada la pandemia. La curva de crecimiento de los enfermos diarios comenzó a desmoronarse lentamente. Al parecer, las medidas de aislamiento impulsadas habían logrado aislar exitosamente a los infecciosos. Así se mantuvo como dos meses después de la baja. Parecía que todo volvía a la normalidad. La ciudad humeaba de asados y el sonido de la música de los miles de fiestas sonaba excitante por todos lados. La gente se abrazaba en las calles. Los viejos volvían a tomar el sol otoñal.

Parecía que la peste había dejado de ensañarse con los chilenos. Pero no fue sino hasta agosto en que María Muñoz, que trabajaba como empleada doméstica en el barrio alto, comenzó a sentirse mal. Le dolía mucho la cabeza, las articulaciones. Ese día decidió irse a casa. Esa noche la tos no la dejó dormir. Maltrecha en la mañana acudió presta a urgencia del hospital, el medico la miró, luego con parsimonia le tomo una muestra con un tip de algodón que le hizo brotar lágrimas y la envío a casa con un medicamente antifebril. Su celular sonó a las 48 horas después. El médico le dijo que tenía coronavirus, uno nuevo, porque el antiguo había mutado y que habría una nueva pandemia.

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