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El ataque de los sin-vergüenza

Captura de Pantalla T13 de Canal 13 - Chile

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Captura de Pantalla T13 de Canal 13 - Chile

El diputado Miguel Mellado, después de tener que confesar que había grabado y filtrado una reunión con el Presidente, dijo que no tenía vergüenza de haberlo hecho. Esto es mucho peor que la falta anterior y no se puede dejar pasar.

Empecemos por sentir vergüenza ajena, repitiendo las explicaciones dadas por el honorable parlamentario. Había llegado después que empezara la reunión, por lo que no escuchó decir al Presidente que no se podía grabar; grabó poquito; lo hace porque tiene mala memoria y quiere recordar lo que se dijo; lo que se estaba diciendo era importante y la gente tiene derecho a saberlo.

Por supuesto, ninguna de estas explicaciones es sincera. Cuando alguien necesita justificar su mal comportamiento, lo típico es que esgrima múltiples razones, en vez de dar una pura y simple.

El diputado, se supone, llegó a la reunión después de que se pidiera expresamente que no se grabara, no antes de que se inventara la norma ética, conocida por todos, de que las reuniones reservadas son siempre respetadas.

Justificarse diciendo que grabó por pocos minutos es lo mismo que decir “de qué se quejan, ¡pudo ser mucho peor!”. Lo que es lo mismo que decir que por el mal camino aún le queda mucho por recorrer.

Que tenga mala memoria, se entiende; que no tenga lápiz a mano, se entiende; que no se acuerde que en los celulares también se puede tomar notas, se entiende. Lo que no se entiende es que tenga que filtrar una conversación a la prensa para recordarse de algo confidencial.

Sin embargo, la peor de todas las explicaciones ha sido una aceptada por muchos como válida: lo que dice un Presidente es algo que siempre tiene interés público, por lo que es lícito difundirlo. Esto deja fuera de la vista dos elementos centrales: el consentimiento y la condición en que se escucha.

Es evidente que Mellado, alias “el desmemoriado”, no dejó registro de lo que se habló pidiendo autorización, ni fue una acción visible, sino que ocultó lo que estaba haciendo incluso a sus colegas de coalición. No pidió el consentimiento de Boric ni de nadie, como lo hace cualquier periodista en cualquiera de sus entrevistas, por mínimamente importante que sea lo que se dice.

La condición en la que escuchaba lo que decía es también relevante. No es que Mellado sea tan amigo de Boric que cuando este último necesita hacer una confidencia, en la primera persona que piensa sea en él. Le dio a conocer sus opiniones por una razón republicana: los representantes de los ciudadanos, incluso los opositores, necesitan saber las intenciones últimas que motivan las acciones del mandatario. Es un gesto de confianza y de juego limpio.

Siempre me admira la costumbre oriental de reconocer una falta inclinándose en un acto público. Mientras mayor es la falta, mayor es el grado de inclinación. Lo hacen así porque la ofendida es la comunidad toda, defraudada en su confianza.

No lo entiende Mellado, terso cutis de moái, espía aficionado, político mínimo, demócrata de ocasión. No advierte que sentir vergüenza es un acto que redime. Es, como tantos otros, un “sin-vergüenza”, alguien para quien las normas éticas no alcanzan, sin imaginar siquiera que está ofendiendo a sus mismos electores.

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