Periodista y Psicóloga.
Con estupor vimos muchos y muchas compatriotas la noticia de la expulsión de 138 inmigrantes -la mayoría venezolanos- la semana pasada en los noticieros centrales de la televisión chilena. Conminados a ponerse -frente a decenas de cámaras- mamelucos blancos en medio de un frio amanecer, quedaron cubiertos de pies a cabeza con esos overoles. La increíble escena siguió con cada extranjero siendo llevado del brazo por un funcionario de la PDI hasta dentro del avión de la Fuerza Aérea chilena, en un humillante, indigno y sorpresivo proceso de deportación.
El grupo fue sacado a las 2 de la mañana de miércoles 10 de febrero. Según relató a BBC Mundo Ricardo Meléndez, un venezolano de 19 años, desde el refugio sanitario donde dormían en Iquique, los obligaron a subir a un bus y los llevaron al aeropuerto para deportarlos. No hubo margen para ninguna maniobra. El muchacho añadió en su relato que cuando todos terminaron de hacer el supuesto papeleo para quedarse en Chile, “uno de los agentes de la PDI nos dijo con sarcasmo: ‘Felicidades, ya pueden regresar a su país’. Y empezaron a aplaudir”.
La secuencia fue producida fríamente por las autoridades –de las cuales había tres ministros en la losa del puerto aéreo- para dar la sensación de que se trataba de 138 delincuentes y no 138 personas que buscaban refugiarse en Chile de las inclemencias políticas y sociales de su país de origen. Fue exactamente lo que sintió Ricardo, quien había llegado a Chile a reunirse con su hermano: «Me sentí como un delincuente; me arrancaron el corazón».
Nada nuevo bajo el sol. Variantes más, variantes menos, es lo que ha marcado la historia de la humanidad, con pueblos que han debido dejar sus tierras por las más diversas y trágicas razones, para buscar mejores oportunidades en otros destinos. Serrat lo cantaba en su bella y dolorosa canción “Mediterráneo” en los años 70, aludiendo a esos miles de africanos que se lanzaron a ese mar para buscar la tierra prometida en Europa.
Lo vemos hoy con los miles que caminan por Latinoamérica, huyendo de la pobreza, la discriminación, el miedo, confiando que hay un mundo mejor que los puede acoger. Siempre se trata de pobres, de desvalidos, de los desplazados por un sistema social que los considera de “segunda” o prescindibles. Se trata de personas de piel oscura porque a aquellos que deciden vivir en otros territorios y son blancos o no son vulnerables económicamente, se les llama “extranjeros”, no migrantes.
Lo dramático de esta brutal realidad es que aquellos que huyen de la discriminación, la encuentran sin ambages en sus patrias de adopción. Y ello agrega a las dificultades y sinsabores que conlleva el proceso de arraigo en un nuevo país, a una nueva cultura, muchas veces a una nueva lengua, un daño psicológico. La discriminación deja secuelas. Y graves. Es un nuevo tipo de stress que se suma a los problemas cotidianos y requiere significativos ajustes psicosociales.
La psicóloga española Cristina Pineda señala en su artículo “Las consecuencias de la discriminación”, que éstas pueden ir “desde la inseguridad al aniquilamiento total de nuestra identidad debido a la estigmatización sufrida”, precisando que uno de los cimientos que más afecta “es a nuestro sentimiento de pertenencia, que viene a ser la satisfacción que todos sentimos por ser integrantes de un grupo”.
No es difícil imaginar los sentimientos de baja autoestima que desarrollan quienes son expuestos a situaciones como las que vivieron los 138 deportados y sus familias la semana pasada en Iquique. Uno de ellos es la agresividad patológica, el caer en la violencia, una vía alternativa a la sumisión. Cristina Pineda indica que “desde la inseguridad padecida por la discriminación, las personas convierten su agresividad natural en violencia”. Puntualiza que se puede llegar a la violencia física porque “la discriminación nos vuelve aún más defensivos”.
Las autoridades chilenas dijeron querer dar un “escarmiento” con la deportación televisada que nos brindaron la noche del miércoles 10 de febrero.
El problema es que quienes gobiernan Chile parecen no tener claro que los desplazamientos humanos son imparables, como lo muestra la historia de la humanidad. Y no se resuelven con decretos de expulsión sino con programas multidisciplinarios y políticas públicas coherentes.
Según cifras entregadas por las Naciones Unidas, al menos 258 millones de personas vivían el año 2017 en un país distinto al de su nacimiento, es decir cerca de un 3,4 % de la población mundial había migrado a otro lugar. Asimismo, el año 2018 la ONU calculaba que para el año 2050, los migrantes internacionales podrían alcanzar a 405 millones de personas.
Respecto de Chile, el Censo del año 2017 reveló que el 50.7 % de los inmigrantes que por entonces vivían en el país provenían de América Latina, principalmente Perú (25,3 %), Colombia (14,2 %) y Venezuela (11,2 %). Con estas cifras, ¿es posible pensar que todas esas miles de familias no van a tratar de traer a quienes quedaron atrás, más aun si cada día la situación económica es peor en sus países de origen a causa de la pandemia del Covid?
Claramente, no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y ello no es banal si se piensa que, frente a este problema, no querer ver puede redundar en nuevos y trágicos episodios, donde seamos testigos de nuevas aberraciones migratorias y peores maltratos psicológicos que los ya vistos.
