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En el mes del orgullo, solo vergüenza

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Dicen que junio es el mes del orgullo. Así aparece en actividades de las universidades, en canales de televisión, en fiestas y publicidades plagadas con los colores del arcoíris. Desde que tengo memoria, en esta fecha el concepto de “orgullo” ha significado una disputa política y la marcha-carnaval ha sido criticada por replicar lógicas liberales y gringas, porque su liderazgo ha sido llevado por cuestionadas organizaciones, porque la violencia no se detiene, y entonces nada habría para celebrar.

Más allá de este debate -relevante por cierto- en este junio solo he podido pensar en la vergüenza. En mi vergüenza. No esa que se origina en el sentirse menos, o intentar ocultar alguna parte del cuerpo que no nos parece agraciada. Sino la vergüenza que produce incomodidad. Esa que sentí a los 7 años cuando, en plenos ochenta y en el centro de Concepción, un niño de mi edad y sin zapatos se me cruzó a toda velocidad y con la mano arrancó el helado que me habían comprado minutos antes. “Es que él no tiene plata para comprarse un helado” me explicaron. Y yo bajé la cabeza.

Hace un año, mi hermana pequeña, Anaclara Vidaurrazaga, que ya no es pequeña pero con quien nos llevamos 15 años, fue despedida del colegio “Ecosistema Arrayán”, donde trabajaba como profesora básica en Linares. No la echaron por incompetente, ni porque debían reducir la planta, o por cuestionar sus métodos de enseñanza. La despidieron por ser lesbiana.

Una docente organizó una salida pedagógica de todo el colegio para ver la obra de teatro «El regalo» sobre homofobia, actividad en la que fue incluido el curso en el que mi hermana llevaba la jefatura. En algún momento de la presentación, un personaje masculino recordó un amor de infancia -otro “niño varón”, minuto en que apoderados empezaron a salir de la sala, espantados. El resultado: carta a la directora, y el despido de la docente que organizó la actividad y de mi hermana, cuya única responsabilidad en el hecho fue llevar a su curso por orden del colegio y ser lesbiana, hecho ya conocido en la escuela.

Cuando pienso en esto, rememoro mi propia historia en la que –por supuesto- he vivido injusticias. Pero nunca, nunca tuve miedo a que me despidieran por quien había elegido para acompañar mi vida o mis noches. Nunca reprimí dar la mano en la calle o despedirme con un beso. Nunca pensé si me convenía decir pololo o pareja ante un público específico. Y entonces siento la misma vergüenza que cuando ese pequeño se robó mi helado por la desesperación de probarlo sin tener cómo.

Mi hermana fue muy esperada y querida. Cuando chiquita, y por ser arisca, la engañábamos con un juego en el que ella vendía huevitos imaginarios que sacaba de un canastito y nosotros le pagábamos con besitos. Y cuando recuerdo eso me avergüenzo del país en que vive y del privilegio que he tenido para ser quien soy. Mi hermana no es la única. Todos los días hay Isabeles, Emmas, Borises, Eves, Fernandos y Ells, que han vivido pensando cómo es conveniente actuar o qué decir –y dónde- para protegerse. Todos los días hay Samueles, Nicolaces y Damianes que pelean para sentirse cómodos en los cuerpos con los que nacieron, teniendo que además dar explicaciones para habitar el mismo espacio que yo habito porque sí. Y me da vergüenza.

Puedo entender la idea de reivindicar el orgullo. Porque tal vez cuando se ha crecido soportando las miradas ajenas sospechosas, el momento en que se logra decir “no me importa lo que diga el resto, esto es lo que soy”, efectivamente es de satisfacción. Y también puedo comprender las críticas, porque es complejo celebrar cuando la violencia es cotidiana, cuando los avances son en derechos individuales como si estas brutalidades no fueran problemas colectivos, cuando las organizaciones que convocan han tenido historias de agresiones patriarcales y autoritarias innegables.

Puedo entender el orgullo y también la rabia. Pero para mí este mes, cuando mi hermana -la misma que repartía huevitos invisibles- debe exponerse a un juicio laboral solo por amar a otra mujer, solo queda la vergüenza.

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