director de Literando.cl
La política pasa por una crisis. Sus militantes, partidarios y amantes observan como, día a día, pareciera que los intereses de quienes dedican su vida a ella pesan cada vez menos, mientras se impone la volubilidad sin remedio.
Efectivamente, la política hoy se define por las preferencias cambiantes de los votantes -y en muchas ocasiones por gente que ni siquiera lo es-, a las que los políticos deben buscar adaptarse o morir en el intento.
Con esto asistimos a una triquiñuela monumental de la derecha, que incentivó durante años la visión de que la política es mala y que “los señores políticos” dedicaban sus esfuerzos exclusivamente a un ejercicio cuasi deportivo que consistía en preocuparse de lo que nadie debería preocuparse, como las manifestaciones en contra del modelo, las razones de fondo del conflicto en la Araucanía, las raíces del progreso sistemático de la delincuencia en las calles, o el miedo al otro reflejado en el migrante.
Este ejercicio que la derecha empezara hace años se le fue de las manos. No contentos con criticar a los políticos que estaban en el poder y que no respondían a sus posturas por décadas, no contentos con tener el control de la gran mayoría de los medios de comunicación, no contentos con tener el visto bueno y el financiamiento de los grandes grupos empresariales, el conservadurismo tradicional sumó una permanente obstaculización de reformas que en algún momento los sectores más progresistas intentaron desarrollar. El momento más claro de los últimos años fue el segundo Gobierno de Michelle Bachelet. Si nos introducimos en la historia, y levantamos la vista, nos encontraríamos con las reformas que planteó el Presidente Salvador Allende.
La derecha supo ocupar las herramientas que la dictadura le legó. Senadores designados, Artículo Octavo, composición del Tribunal Constitucional, Cosena, son solo algunas muestras de ello.
Pero hoy la derecha observa como el desprestigio de la política y de los políticos que impulsó en su momento, hoy le juega en contra. El fenómeno de rebeldía frente a la política se transformó en un aporte endémico, la rabia dejó paso a la indignación, y la dignidad se enfrenta con fuerza al cinismo de sectores que parecen más preocupados de aguantar un chaparrón más que velar por soluciones efectivas para grandes sectores de la población.
Para colmo, un grueso importante de la ciudadanía tiende a ver los límites políticos en forma cada vez más difusa, alegando que tanto la derecha como la izquierda se ven como fragmentos de una elite en proceso de descomposición y que realiza sus esfuerzos orientados a recomponerse o recuperar el poder, sin escatimar en giros de opinión o miradas ideológicas cada vez más inexistentes. Al igual que tras la muerte de Pinochet se pierde el enemigo, hoy el pueblo no tiene claridad de su antagonista. Y ahí Alberto Mayol tiene una tesis que vale la pena destacar: “que el estallido fue también una búsqueda”, que la ida en bicicleta a la casa de Piñera, la conquista de la plaza de la dignidad, el recorrido periferia-centro y centro-barrio alto, es un esfuerzo de comprensión y de búsqueda, en que los pobres buscan a los ricos, aunque sin saber para qué.
Sin embargo, lo más peligroso que debemos dimensionar es la mentalidad populista, azuzada desde diversos sectores, y que, en resumen, coloca en blanco y negro a la “elite corrupta, y sorda”, por un lado, versus “el pueblo”, un colectivo que no se equivoca y que por esencia es virtuoso. Esta caricaturización es la que ha otorgado un espacio -democráticamente- a nefastos gobernantes como Trump en Estados Unidos o Bolsonaro en Brasil. El punto es que como sociedad seguimos mirando el fenómeno como lejano. Como ajeno. Como impropio para un país como el nuestro. Pero es la propia historia la que nos demuestra que el populismo sí ha estado en Chile. Barriendo con una escoba, para solo dar un ejemplo.
Lo que la izquierda debe entender, es que, pese a que pueda resultar curioso, lo que debemos evitar es que el pueblo siga concibiendo que existe una elite y que el ejercicio democrático periódico que realizamos en las urnas consiste en responder una consulta respecto de si quieres que me dirija la facción de la elite conservadora o la socialdemócrata.
La respuesta es simple: hay que acentuar la diferencia. Las grandes diferencias que existen entre la izquierda y la derecha. Nuestra crítica al agotado modelo económico; nuestra creencia real en la necesidad de un Estado responsable de sus ciudadanos; nuestra convicción de que debemos fortalecer la salud y la educación pública; nuestro convencimiento de que el sistema previsional es un fracaso y da pensiones miserables; nuestra certeza de que necesitamos una Nueva Constitución, democrática, participativa, paritaria y elaborada en democracia por todos y todas.
Esas son solo algunas de las diferencias que tenemos o deberíamos tener con la derecha. Porque si no las tenemos, no somos nada. Seríamos solo una facción de la elite, un poco más democrática, ligeramente más progresista, medianamente más preocupada. Lo que necesitamos es dejar en claro que no somos lo mismo. Y no solo con el discurso. Como le escuchamos esta semana a la precandidata del PS, Paula Narváez, “la igualdad no puede ser solo discursiva, hay que invertir en ella”. Trabajar por ella, pelear por ella y convencer por ella.
