sociólogo.
Como cientistas sociales, pasamos muchos años tratando de responder por qué esto no se caía, por qué no explotaba a la luz de las alarmantes cifras de desigualdad y precariedad. Qué había en el oprimido que lo hacía aceptar su sumisión.
Y todo seguía su curso, porque «las instituciones funcionaban». Pero de pronto, en los albores del estallido, los jóvenes secundarios nos marcaron el camino.
Vi a las chiquillas saltar los torniquetes en masa y gritar agitadas, remeciendo el aire espeso del metro, donde reposa mansa la rutina, el trabajo, el sacrificio de una vida diaria muy extensa y sin sentido. Mal pagada, aplastante.
Justo antes, la ministra Gloria Hutt había dicho que sus protestas no tenían sustento, porque a los escolares no les habían subido el pasaje, pero las y los jóvenes luchaban por toda la familia, por todo el país.
En mi escepticismo, pensé que hasta ahí no más llegaba todo. Una protesta chora y sanciones para un par de alumnas cabecillas. Y luego, como siempre, el escampe; la tensa calma… el «peso de la noche» portaliano. Vamos volviendo a la vida que no es vida.
Entonces sucedió. Algunos lo fechan el 25, con la marcha más multitudinaria de la historia de nuestro país; otros, más optimistas, con las niñas saltando el torniquete. Yo lo vi cuando personas trabajadoras y adultas, por lo tanto, punibles, derribaron las puertas fierro del metro con una rabia de arrastre. Terno y corbata fundido con el uniforme escolar para tomarse el metro.
Al momento que vi caer esas rejas -que levantaron polvo y miedo-, supe que habíamos roto el cascarón, que habíamos mudado la piel. Nunca creí vivir para verlo, pero lo vi y todos lo vimos. Y cuando los ojos realmente ven, ya no se pueden volver a cerrar.