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50 años del dolor

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Vivir después de una tragedia como las que nos tocó experimentar en 1973 es quizás similar a perder un hijo. Uno aprende a vivir con ese dolor lacerante pero éste nunca desaparece.

Han pasado 50 años, medio siglo, y para quienes éramos jóvenes y soñadores, suma mucho más que la mitad de la vida. Una vida que en 1973 nos partieron en dos. Hay un antes y un después. Para cientos de miles, un después lleno de duelos sin cerrar y de pérdidas tan dolorosas como irreparables. Para aquellos que felizmente no fueron golpeados en forma directa, un después con sabor amargo producto de una amarga Dictadura de largos 17 años.

La vida te la parten en dos no sólo cuando matan, torturan, desaparecen o exilian a quienes amas, sino cuando te roban los sueños y los proyectos de vida. Cuando te imponen una vida en la que debes vivir fingiendo ser quien no eres para no perder la libertad o la vida. Cuando te inoculan el miedo en forma cotidiana con amenazas veladas o abiertas en el barrio, en el trabajo o en tus espacios de esparcimiento. Cuando debes adecuar tu rutina a toques de queda, estados de sitio o estados de emergencia y cualquier otra forma de tortura solapada. Cuando te imponen una sola forma de pensar a través de la radio, la televisión, los diarios, las revistas y tienes sólo opciones clandestinas o semi clandestinas de informarte. Cuando te quitan el trabajo por tu forma de pensar o por tu pasado. Cuando te obligan a acatar normas, creencias y valores en los que no crees o que simplemente repudias. Cuando no te dejan volver a tu país y a tus raíces y finalmente te tienen que enterrar en tierras extranjeras. Cuando te permiten regresar pero tus hijos y tus nietos quedan atrás y te encuentras que ya no hay espacio para ti en tu país. Cuando el destierro te impide acompañar a tus seres queridos en su momento final. En fin, cuando la vida que tenías se transforma en una sobrevida sustentada a punta de resiliencia, ñeque, dignidad, perseverancia y tozudez.

Nos partieron la vida porque nunca pudimos ni podremos recuperar nada de esa primera mitad perdida. Porque ni el retorno a la democracia fue capaz de devolverte una alegría que te robaron a mano armada. Porque a nuestros hijos también se les robó parte de su infancia al acompañarnos, involuntariamente, en nuestro duelo, en nuestras pérdidas, en nuestra vida irremediablemente marchitada por el dolor. Porque a ellos también les truncaron parte de sus jóvenes vidas por el recuerdo, por nuestros recuerdos cotidianos, por nuestras añoranzas, nuestras nostalgias, por esas pérdidas irreparables, por esa vida partida en dos. Porque es como la guerra, las secuelas son eternas, las carencias infinitas, los dolores inmensurables e incurables.

Es cierto, uno sobrevive, sigue viviendo con el dolor a cuestas. Pero hay una parte que nunca se sana, una herida que siempre supura, un llanto que nunca acaba, a pesar de que volvamos a reír, a confiar y a proyectar. A intentar nuevos sueños y proyectos. A arañar entre los escombros y las cenizas de la destrucción, y a luchar por esos ideales que nos permearon y nos hicieron tomar caminos irrenunciables. Uno busca recuperar el sentido, uno escarba por encontrar nuevas ilusiones, por emprender nuevos combates, pero hay algo que definitivamente murió ese 11 de septiembre de 1973, algo que se quebró para siempre. No sólo en nuestras vidas, sino en nuestra alma, en nuestro corazón. Certezas que se hicieron trizas porque la brutalidad, la maldad, la crueldad aniquilan.

Un martes 11 de septiembre de hace 50 años mataron una parte nuestra. Y de ese dolor no se sale. Ser testigos de tanto horror, de tanta injusticia, de tanta impunidad, de tanto barbarie desatada, hace mella. Y nunca se vuelve a ser el mismo.

Más aún cuando en ese pedazo de vida que te dejaron vivir –a quienes se lo permitieron- tienes que ser testigo de tanto olvido, de tanta amnesia, de tanta insensibilidad, de tanta ingratitud de parte de un país que conociste de tan distinta manera. Que fue solidario, generoso, instruido, comprometido, consecuente hasta la muerte en tantos casos. Y ves como el olvido se adueña de tus compatriotas, como la indolencia se instala en todas partes, como la ignorancia hace estragos en los más desvalidos y permite que la irracionalidad y el odio vuelvan a crecer como avalancha, abriendo el camino a escenarios que quizás nunca pensaste en volver a vivir.

Y entonces te das cuenta que no sólo te partieron la vida en dos sino que también hoy buscan arrasar con lo que te queda de vida, con la justicia, paz y felicidad que buscas legar al menos a tus hijos y nietos.

Y te das cuenta que ese dolor infligido hace 50 años es un dolor insondable, inmerecido e incomprensible. Y sin retorno.

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