lunes, abril 7, 2025
OpiniónDónde estarás, comida Chilena

Dónde estarás, comida Chilena

Crédito Fotográfico: Patricio Muñoz Moreno

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Algo que se hace muy urgente en nuestros días es el derribamiento de mitos. En todo sentido. Nosotros no tenemos la bandera más linda del mundo con sus tres colores y que es el resultado de varios cambios durante siglos, según íbamos dibujando la Independencia y sus bemoles. Y así. Tampoco es cierto que la  Canción Nacional inspirada musicalmente por Ramón Carnicer y con letra actualizada de Eusebio Lillo resultara en honroso segundo lugar durante un concurso mundial celebrado el siglo pasado en Europa. Tampoco, desde otro ángulo y con perdón, es un mito que gocemos de una amplia y ejemplar democracia…

Podría ser cierto, eso sí, que los cielos del norte chileno sean de los más claros y facilitadores para escudriñar toda esa inmensidad desconocida que nos rodea al planeta Tierra y a sus aún enigmáticos alrededores. Bueno, desde hace unos días no tanto pero eso es otro tema.

Y tampoco uno se puede tragar aquella versión que lleva a nuestra larga y angosta faja que limita con el Perú (y, al otro lado, con el fin del mundo), en el sentido de lo que venden las empresas turísticas internacionales: que el clima en Chile es envidiable. La verdad es que pasamos del inmenso frío al desequilibrante calor tan grácilmente que, de verdad, eso de Clima Templado queda ahí nomás, en los folletos de las agencias que tratan de vendernos al mejor comprador de organizadas aventuras disfrazándonos de lejanos, distintos, “sudacas” y maravillosos dueños de casa, de brazos abiertos y hasta tan simpáticos.

Sabroso pero teórico

Son muchos, demasiados los mitos y una forma de intentar derribarlos es aquella parte de la vida que, inobjetablemente, nos permite vivir: ¡La comida!

Efectivamente, se habla mucho, se graba mucho, se filma mucho y se muestra a destajo sobre este por un lado sabroso pero por otro lado bastante teórico aunque  indispensable acto del comer. Y, de paso, el del beber. Hay miles de intentos. Ya sea en cocinerías de barrio o restaurantes de primerísima categoría, en elegantes hoteles, en sencillos derroteros de pueblos olvidados, o en hoy desprestigiadas “picadas” que antaño reinaron de verdad y orgullosas para hoy sobrevivir semiolvidadas ante el inapetente poder del consumismo y su fatídico mensaje básico: que “todo tiene que variar hacia lo internacional, para que valga la pena y porque el público lo exige”.

Aunque lo que aquí escribo vaya contra la corriente de la lógica actual y me llene de enemigos en los comedores que suelo visitar en diferentes ciudades, la verdad es que me ha costado mucho últimamente encontrar platos que pudieran celebrarse tan míticamente como las nombradas Canción Nacional o la bandera tricolor. De paso, este dato: la mejor cazuela de vacuno que me han servido en estos meses que corren, siempre llega humeante y de genial aspecto en el restaurante Donde Juancho, en avenida Vicuña Mackenna casi equina Santa Isabel y donde me han atendido simpáticos garzones… venezolanos!. Les agradezco profundamente porque, ya está mil veces dicho pero no importa repetirlo, un plato aumenta su sabor y se goza más si está bien servido, cuestión que no siempre se da en garzones criollos. ¿Que exista una corriente xenófoba que acuse que los extranjeros nos están quitando puestos de trabajo? La verdad, lo digo aunque me aparte un instante del tema central de este artículo, es que nos están enseñando. Y punto.

Regresamos:

No podemos negar que el intento de dar a conocer la cocina que emerge de nuestro largo y angosto territorio no es novedad. Al revés, es un tema mil veces tratado y, desde hace algunos años, permanentemente de moda. De hecho, el letrero “Aquí Comida Casera” está en todas partes pero es siempre lo mismo. Es decir, falta establecer si lo hacemos bien o lo hacemos mal. Creo que lo hacemos de manera incompleta. Todas las revistas, todos los canales de TV, todas las radios de una u de otra manera, hincan el diente en el comer y, como insinúabamos más arriba, el beber. Empero, falta la frase “hacerlo bien”. Como se hacía hace años y aquí recuerdo a mi padre, Don José, que me encaminó hacia esos abrazadores comedores donde además el diálogo ameno entre los comensales aliñaba las horas, entre muchos manjares de comida chilena de verdad, hoy alejada de las cartas del menú.

No a la Opulencia

Leí hace poco en internet un trabajo investigativo sobre este apetitoso y embriagante tema de la comida nacida en nuestra tierra y en nuestro mar, documento firmado por un colega de nombre Carlos Reyes Medel. Se lo agradecí mucho, aunque no tengo el  gusto de conocerlo personalmente. Quizás, luego de estas líneas, discutamos el tema como se debe: en una mesa bien servida. Está muy bien el colega al recordar el hermosísimo libro “Comidas y Bebidas de Chile” del profuso y maravilloso Alfonso Alcalde, publicado en 1972 por la extinta editorial Quimantú.

Dice Reyes:

“En este libro se nos presenta una guía de picadas de nuestro país, no constituyendo una alabanza a la buena o la mala mesa, sino más  bien, una historia natural sobre los usos y costumbres de nuestro pueblo a la hora en que tiene hambre, a veces frío y también sed”.

Es decir, nada de opulencia ni exageraciones ni falsedades comerciales. Sólo la poesía de la verdad. Punto a favor.

Otro punto a favor del colega citado:

“Moviéndonos hacia un Chile olvidado, podríamos evocar la “Epopeya de las Comidas y las Bebidas de Chile” de Pablo de Rokha, libro hermoso y monumental publicado en 1949, que aborda –desde un canto whitmaniano- la experiencia de quien ha saboreado una nación completa pero que también la ha recorrido, tramo a tramo, rescatando sus paisajes y costumbres”.

He citado lo anterior, acotando que no es usual “copiarnos” entre colegas que escribimos en Chile porque Reyes ha escrito, sorprendentemente, con la modestia que no nos está precisamente caracterizando en nuestro país. Y es que vale mucho, muchísimo, la pena recuperar sabores y aromas desde sus profundidades tan hondas que tienden al olvido y al cambio, no siempre tan bienvenido.

En todo caso, no podemos dejar de lado que sí hay personas en nuestra Patria que son depositarios de un deseo profundo por refundar de veras, sostenidamente y con la ferviente furia de la tradición, a la comida nacional: la suma (aunque imperfecta a veces, pero no importa) del sabor, lo sencillo pero auténtico, lo sacado a golpe de mata de la tierra cercana y de este mar que varía organizadamente sus productos de norte a sur y que dicen que también tranquilo nos baña. De veras, deberíamos desde hace mucho tiempo estar cuidando, defendiendo y vigilando la imaginación primaria de nuestras cocinerías rurales, siempre algo desconocidas pero sinceras. Deberíamos estar luchando con esas armas naturales que, sin embargo, dejamos de lado: vagar despertando el apetito, recorrer con ánimo de descubridor, viajar sin destino en ocasiones (“los verdaderos viajeros son los que parten por partir, corazones livianos como los globos”, sentenció Baudelaire), atesorando anécdotas y datos desconocidos para la mayoría de los chilenos. Los mismos connacionales que erróneamente suelen afirmar, entre despreocupados y con ese ánimo tan nuestro de criticarlo todo, que “la cocina chilena no existe”.

Mientras exista la carbonada, por ejemplo, esa acusación se desmiente. El autor Reyes señala que dicho plato (¡vaya usted a describirlo, demorará horas!) nació a mediados del siglo XIX, en medio del mundo del carbón del Golfo de Arauco y hoy se configura como una de las preparaciones más famosas del patrimonio alimentario latino: un caldo a base de papas, zanahorias y zapallos, dotado de pequeños trocitos de carne de vacuno cortados en corte pluma y que alimentaba a familias numerosas que, como suele ocurrir, no tenían acceso a cuotas abundantes de aquella carne. (Sáquele el caldo a la carbonada, muela todo, incluso la carne e irá en camino directo al charquicán, que merece una larga crónica aparte).

Cómo sentir íntimamente la verdadera, modesta, ensimismada, sencilla (pero no fácil de describir) gastronomía nacional? ¿Cómo recuperar, como mínimo ejemplo,  para los incalculables mercados internacionales al Acha frita tan popular en los puestos del Mercado de Antofagasta? ¿Cómo dar vida eterna a los locos gigantes en salsa verde de la legendaria pero ya no Hostería Santa Helena de Isla Negra, dónde Neruda iba a diario y don Jaime Ferrer, el dueño, le atendía tan bien que casi le escribía las poesías? ¿Cómo probar nuevamente el Panqueque de choritos y piures de la señora Olivia Monsalve, en su sucucho junto a las artesas de lavado de ropa colectivo en Lota, años setenta del siglo pasado? ¿Cómo rescatar para los grandes comedores del mundo el Cabrito al Horno que Gregorio (y no me acuerdo su apellido), junto con ser el guardia del Liceo de Chile Chico cocina a puro viento caliente que vuela desde la hoguera aledaña, en la ribera del Lago General Carrera? Y un último dato: las mejores empanadas que he comido en años no son las premiadas en los concursos oficiales de los grandes negocios y panaderías finas de Santiago. A mi juicio, están en la esquina de Puente con San Pablo en pleno Mercado Central, donde uno a cualquiera hora del día hace la fila hacia la caja, cancela además un té y finalmente en el mesón recibe la empanada y el vaso de líquido caliente, que en el invierno se aproxima a ser la mejor inyección disponible para los fríos capitalinos.

Dicho todo lo anterior, ¿en qué quedamos?

Si hiciéramos una pregunta a modo de encuesta, costaría mucho -muchísimo y acaso sería imposible– ir más allá de cuatro o cinco condumios. Es que somos ignorantes de lo nuestro y ni siquiera nos importa. La indiferencia nos mata el apetito. Y así como van las cosas, pareciera que no tenemos un futuro muy halagador como para caracterizarnos como país donde su verdadera personalidad emane derechamente desde las cocinas. En consecuencia, nos obstinamos en continuar otra insípida y torpe costumbre: mantener puestos de avanzada en el campeonato de líderes de la medianía en tantos campos de la realidad, no solamente la comestible o la bebestible.

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