viernes, abril 19, 2024
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Morir No Vale la Pena

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En el discurso inaugural del primer curso sobre el Código Penal de la Universidad de Chile, pronunciado en el año 1875, el profesor Alejandro Reyes mencionaba algunos delitos que merecían la pena capital en nuestro ordenamiento, “últimos vestigios de un castigo en sí mismo bárbaro”: el traidor que conspira contra la seguridad nacional, el perverso que destruye las vías férreas y el parricida. Pronto vendrían a alimentar las fauces del Leviathan otros casos juzgados más necesarios: el homicidio calificado, el robo con homicidio y la violación con homicidio. Chile parecía convivir bien con la pena capital. Mostraba la pena de muerte un aparente carácter democrático cuando era aplicada a un sagaz canciller de la legación alemana en 1910, o cuando se condenaba a un conspicuo representante de la clase alta chilena, arquitecto del edificio del diario La Nación. En este último caso, se trataba de un descendiente de José Miguel Carrera e hijo de un connotado ministro de justicia.

Roberto Barceló Lira tuvo que enfrentar el cadalso en 1936 después de ser asistido en sus últimos días por un joven sacerdote jesuita: Alberto Hurtado. Sin embargo, los años ’60, tan convulsos y fértiles, registran un episodio único en la historia penológica chilena: el fusilamiento de Jorge Valenzuela Torres, el Chacal de Nahueltoro. De pronto, gracias a la exposición mediática del caso, los chilenos se preguntan si la pena de muerte tiene sentido en una sociedad democrática, moderna y civilizada. Desde entonces, y al margen de los numerosos casos de ejecuciones políticas sin proceso y del terrorismo de estado de los años ‘70 y ‘80, la pena de muerte fue escasamente aplicada por nuestros jueces en el procedimiento penal y, como hecho curioso en medio de una dictadura militar, recayó sólo sobre agentes del Estado. En octubre de 1982 fueron fusilados los agentes de la CNI Gabriel Hernández Anderson y Eduardo Villanueva, aparentes díscolos de la Brigada Mulchen, que robaron la sucursal de Chuquicamata del Banco del Estado y asesinaron a dos ejecutivos de esa oficina. Las víctimas fueron dinamitadas en pleno desierto, luego de haber recibido sendos disparos letales en la cabeza. La última aplicación de la pena capital en Chile se dio en el caso de los psicópatas de Viña, dos carabineros en servicio activo. De este modo, Jorge Sagredo Pizarro y Carlos Topp Collins enfrentaron un pelotón de fusilamiento la mañana del 29 de enero de 1985.

El término de la dictadura favoreció un clima abolicionista que se fraguaba hace mucho y que cristalizó a comienzos de la década de los ‘90 con la Ley N° 19.029 (primera Ley Cumplido) que reemplazó la pena de muerte por la de presidio perpetuo en los códigos de Justicia Militar, Penal (con relación a algunos delitos) y Aeronáutico. Luego con la Ley N° 19.734, la pena de muerte fue derogada de nuestra legislación común, y reemplazada por el presidio perpetuo calificado. Esta derogación cumplía, en parte, con el estándar requerido por los tratados sobre derechos humanos ratificados por Chile que fueron incorporados a la Constitución de 1980 través de la reforma constitucional de 1989. Pero con todo, los acuerdos alcanzados en la época no fueron tan extensos como para conseguir también derogar la pena de muerte de su consagración constitucional, aún vigente en el inc. 3º del Nº 1 del art. 19 y su, hasta ahora, perenne existencia en el Código de Justicia Militar. Los efectos de esta mantención de aparente letra muerta no son menores. Si la pena de muerte sigue siendo una pena admitida constitucionalmente, aunque existan tratados ratificados e incorporados a nuestro orden jurídico que prohíban su establecimiento, una vez denunciados éstos, una decisión parlamentaria dirigida a restablecerla no tendría una vía de impugnación. La denuncia de un tratado es un acto jurídico unilateral posible para cualquier estado miembro y no requiere un concierto internacional que lo admita. La puerta de salida es ancha, aunque sus costos en términos de relaciones internacionales sean gravosos. Si la pena de muerte está reconocida constitucionalmente y puede ser restablecida por una ley de quorum calificado, como sucede hoy en nuestro orden constitucional, entonces un congreso bien avenido y algo de populismo bastaría para reincorporarla en el orden civil y reafirmarla en el orden militar. Esta tibia derogación permite, además, que cada cierto tiempo el restablecimiento de la pena capital se vuelva un tópico de promoción política para quien quiera aprovechar una buena oportunidad. Lo vimos luego del lamentable asesinato de una adolescente en la comuna de Villa Alemana, cuyo revuelo en el medio nacional incluso condujo a la acusación constitucional de una ministra de la Corte de Apelaciones de Valparaíso. La historia se repite de modo spengleriano: en el año 2009, y a propósito también del crimen macabro de la violación y homicidio de una niña de 5 años cometido por el transportista Juan Saavedra, un selecto grupo de parlamentarios presentó un proyecto de ley para reestablecer la pena de muerte y sancionar de forma total e irreversible, casos como el que, en ese momento, conmocionaba al país. El proyecto fue rechazado por la comisión parlamentaria en su primer trámite constitucional. La moción no se ajustaba al estándar que los instrumentos internacionales acordados y ratificados nos exigían sobre la materia. Sin embargo, y aunque la Corte Interamericana se pronunció sobre el reestablecimiento de la pena de muerte en su Opinión Consultiva del 8 de septiembre de 1983, los proponentes de la pena capital no se equivocan del todo: en Chile la pena de muerte no está abolida y, desde el punto de vista constitucional, su restablecimiento sólo requiere, previa denuncia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de una ley de quorum calificado o, dicho de otro modo, de un buen y oportuno acuerdo parlamentario. Constitucionalmente Chile no ha renunciado a la pena de muerte, y toda promoción de ella es admisible en nuestro ordenamiento. Sólo una declaración explícita con rango constitucional puede conjurar el oportunismo penológico que cada cierto tiempo, en el que emerge un crimen atroz, reclama la vida del perverso y abre la puerta a un homicidio que siempre es alevoso: el del Estado que mata a un individuo. Si errar es humano, entonces castigar sólo puede ser una facultad basada en la más profunda humanidad.

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