Periodista.
No sé quién es ni en qué canal trabaja. Sólo me di cuenta que se trata de un reportero muy joven. Únicamente así me explico su incapacidad de reaccionar frente a uno de los casos más dramáticos que he visto en estos días en que los chilenos cambiaron el curso de la historia. Y casos dramáticos se cuentan por decenas.
De madrugada, entrevistaba a un chofer del Transantiago que se aprestaba a salir a su recorrido. Al preguntarle que cómo estaba, el hombre, con voz temblorosa, dijo algo así: “Debo trabajar y lo haré lo mejor posible, pero no estoy muy bien. Tengo cáncer”. Y remató: uso pañales”.
No pude evitar las lágrimas. Tal como la actriz y comediante Renata Bravo que junto a dos mujeres jóvenes, un trío maravilloso que descubrí en TV+ y que durante un minuto dejaron de hablar de las cosas cotidianas de la vida, como lo hacen todos los días. No pudieron emitir sonido. También se angustiaron. Es que esa era la expresión más gráfica de lo que está sucediendo con cientos de miles, millones de habitantes de esta patria tan injusta que de pronto despertó de su letargo.
Lo peor, para quienes ya somos demasiado grandes en años, ha sido tragarnos lentamente la cicuta de la presencia de militares, tanquetas y policías en las calles. Ese trago amargo obligado, de pronto ya no pasó al estómago. Y sólo, entonces, volvió con toda la fuerza de la memoria, gastada, pero impoluta, aquello que de jóvenes vivimos en 1973.
Mayor ha sido la amargura cuando también lentamente se van conociendo vejámenes, abusos de poder, golpes detenciones sin justificación, disparos a mansalva, lágrimas y gritos destemplados que no hacen sino despertar más ira que la que ya existe acumulada.
¿Cuál es el cambio? Que en aquella época, no sabíamos qué era un golpe de Estado. Y el toque de queda lo aprendimos mirando los muertos que quedaban tirados en la calle o flotaban en el rio Mapocho. O bien viendo llegar a un pariente o un amigo desaparecido durante semanas, golpeado y con los ojos tristes, sin que durante años pudiera hablar de lo que le habían hecho. Y nosotros, dando gracias cada uno a su dios por verlo vivo.
Es lo que nos hacen recordar personas como la liviana diputada RN, Camila Flores, que es capaz de romper en mil pedazos una foto de una víctima, o de la otrora platinada deportista, Erika Olivera, que es capaz de insultar con sus acciones a quienes justamente están recordando ese ayer que no puede ni debe repetirse.
Para el horro de la derecha de este país, todo cambió. Y el cambio fundamental es tener una juventud como la que está asomando en estos días. Jóvenes que no se amilanan ante las demostraciones de la fuerza militar; que son capaces de saltar frente a una tanqueta; que hablan con la policía y son capaces de abrazarlos por un lado, e insultarlos por el otro dependiendo del lugar y las circunstancias. Que son capaces de dejar todo de lado para juntarse día tras día, incansablemente, para mostrarle al mundo que Chile busca finalmente un camino de justicia.
Gracias a ellos, este país reaccionó. Y salió al aire toda la pus acumulada en años de abusos y desesperanza. Falta ahora limpiar esa infección, hasta que la última gota de este absceso que nos tenía paralizados desaparezca. Sólo falta encontrar el quiénes, el cómo, el cuándo y el qué hacer para todos juntos, ponernos de pie.
Pero, cuidado conque se esté tramando lo que Giuseppe Tomas Di Lampedusa dijo en su libro “El Gato Pardo”: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Ese es el peligro.
