Myriam Carmen Pinto, periodista.
En Antofagasta, la mañana del 11 de septiembre de 1973, alrededor de las 9.30 horas, estaba en el curso -Introducción a las Ciencias Sociales- correspondiente al primer año de la escuela de Periodismo de la Universidad del Norte (hoy Católica del Norte) cuando un estudiante abrió intempestivamente la puerta de la sala, se acercó al profesor y le dijo algo al oído. Oscar Medrano, el profesor cubano que nos impartía dicho curso, luego de escucharlo guardó en un santiamén sus libros en un maletín, nos informó de una asonada de la marinería de Valparaíso, nos llamó a la calma y salió presuroso, diciéndonos regresaría con más información. Al cabo de unos diez minutos, como no volvía, abandonamos la sala de clases, algunos regresaron a sus hogares, otros partieron a reuniones al interior o fuera de la universidad o bien se quedaron conversando y fumando en los pasillos. Junto a Silvia González Lorca, ambas mechonas de la generación 1973, nos unimos a un grupo que se dirigía a una reunión que tenía lugar frente al casino,
Los militares entraron con las tanquetas y su artillería de guerra a la universidad. Héctor Vera, vice-rector, dialogó con el oficial a cargo del operativo, asegurándole que no había armamentos, que solo encontrarían ideas y luego para facilitarle la inspección lo acompañó a él y a una parte de su tropa a recorrer las dependencias, invitando también al auxiliar responsable de las llaves. En el trayecto, recuerda haber visto estudiantes arrodillados con los brazos en alto frente a piquetes de soldados que los apuntaban con sus fusiles. – No es necesario dicho trato-, les increpó. –Nosotros ahora mandamos, yo hago aquí lo que quiero– respondió el oficial. Siguiendo el recorrido, a su paso por los patios internos se toparon con profesores y estudiantes mientras quemaban documentos y frente a una pregunta sobre ello, respondió que se trataba de documentación interna de cada escuela. Incomodo y molesto por esta respuesta, el oficial levantó aún más la voz y por ello el vice-rector le advirtió su disposición de llamar y quejarse ante el general Joaquín Lagos, comandante en jefe de la Primera División de Ejército, replegando de alguna manera su accionar.
– Vienen por nosotros – gritó un estudiante que estaba a mi lado en los muros de la zona sur y luego escuchamos por altoparlante la orden militar de abandonar el campus bajo amenaza de detenciones por desacato y manifiesta rebeldía. Muchos saltaron los muros contiguos a las poblaciones, otros arrancaron en dirección a las salas de clases y yo con Silvia decidimos sumarnos a los que cabizbajos encaminaban sus pasos hacia la portería. A estas alturas, los soldados ya habían allanado y ocupado una buena parte del campus universitario.
La dictadura se nos vino encima
No había lugar donde respirar aire de confianza. Clausuraron el Congreso y medios de comunicación, la única forma de acceder a información era juntándose con alguien en la calle, en un punto determinado como decíamos, una acción altamente riesgosa porque por los medios de comunicación se difundían los bandos militares que instaban a denunciar a los traidores a la patria y repudiar al marxismo y – limpiar al país de elementos indeseables-, decía el general Augusto Pinochet. Los estadios se transformaron en campamentos de detención, tortura y muerte, declararon ilegales a los partidos políticos, las embajadas se llenaron de asilados, muchos salían clandestinos del país para salvar sus vidas. Mataron a Víctor Jara a Pablo Neruda… Nuestra universidad fue intervenida por un oficial de la Fuerza Aérea y más adelante designaron rector delgado a Enrique Ferrando, un funcionario a cargo de los bienes.
Mi memoria tiene fracturas, heridas, penas, silencios, rabias, frustraciones; una marca indeleble. Ni siquiera a mis amigas más cercanas les conté que en mi casa, mientras escuchábamos los primeros bandos y decretos militares, quemábamos documentos, revistas, libros, banderas partidarias, discos, afiches, es decir, todo lo que pudiese oler y delatarnos como una familia adherente y comprometida con el proyecto de la Unidad Popular, la vía al Socialismo en democracia, la revolución chilena con sabor a empanadas y vino tinto. Vivía con mi abuela y mis tíos, Pedro González y Eliana (Nany) Pinto, mi familia. A esa misma hoguera también fueron a parar mis cuadernos y libros, entre ellos, – Ideología y Utopía- de Karl Manheim y -Materialismo Histórico-, ambos correspondientes al plan de lectura del primer año. Y como entonces, leía el libro -Materialismo Dialectico- y quería seguir leyéndolo, lo escondí dentro de otro libro en mi biblioteca. Mi tía cuando lo encontró, después de quemarlo, me retó como nunca antes y luego rompiendo su silencio me habló de la persecución y detenciones a compañeros del partido, que muchos habían pasado a la clandestinidad, que se había instalado una dictadura gorila fascista, que podrían allanar nuestra casa en cualquier momento y en caso de ocurrir debíamos volvernos una tumba. Pedro González, su marido, estaba preso en la cárcel, lo habían detenido, juntamente con un grupo de académicos y funcionarios de la Universidad del Norte, donde trabajaba; ambos integraban la directiva regional del partido Mapu (Movimiento de Acción Popular Unitaria).
Octubre en nuestra memoria
La tarde del 19 de octubre de 1973, mi tía llegó a la casa con los ojos llenos de lagrimas, se sentó en un sillón y se largó a llorar por más de una hora, venía destruida, hecha pedazos. A las puertas de la cárcel, se había enterado de la ejecución de 14 presos políticos que sacaron del recinto en horas de la madrugada. Los propios gendarmes a cargo de la portería notificaban a los familiares de las víctimas al mismo tiempo les rechazaban sus encomiendas. Aún más, en ese preciso momento, ella estaba al lado de Graciela Álvarez cuando le entregaron una pequeña cajita en donde venía el reloj y documentos del abogado, Mario Silva Iriarte, su marido, entonces, gerente de la Corporación de Fomento (Corfo) y secretario del regional Antofagasta del Partido Socialista (PS). Pese a que Pedro González, su marido, no figuraba entre las víctimas, las acompañó a la protesta que realizaron un poco antes del mediodía frente a la casa del general, Joaquín Lagos, jefe de la Zona de Estado de Sitio. A gritos y sollozos preguntaban la razón de la matanza y la entrega de los cuerpos apilados en la morgue del hospital, alguien les había informado que estaban en las bandejas mortuorias y desparramados en la puerta de entrada. Estos 14 ajusticiamientos forman parte del operativo a cargo del general Sergio Arellano Stark, quién a bordo de un helicóptero Puma recorrió el país de norte a sur con una comitiva de altos oficiales de ejército para poner en marcha un plan de depuración marxista y aleccionamiento a los militares de provincia sobre cómo debían tratar a los dirigentes de la Unidad Popular. A su paso por La Serena, Copiapó, Antofagasta, Calama e Iquique, mataron a 71 presos políticos y a nivel nacional a 97 personas, cuyos cuerpos ocultaron en fosas clandestinas; los mataron tiro a tiro, vendados y amarrados, sin defensa alguna, sin sentencia condenatoria, sin un Consejo de Guerra. El general Joaquín Lagos, reveló muchos años después su negativa a ocultar los cuerpos y su advertencia al general Pinochet que tarde o temprano serían juzgados. De hecho, los días 21 y 23 de octubre de 1973, emitió dos comunicados oficiales que fueron publicados en el diario El Mercurio de Antofagasta; bajo su firma informó que estas ejecuciones habían sido ordenadas por la Junta Militar de Gobierno.
–Frente a mi ausencia obligada/ un legado invita a vivir– dice el memorial dedicado a las víctimas de esta comitiva en Antofagasta. Conocía a varios: Eugenio Ruiz Tagle (26 años) era amigo de mis tíos, varias veces hablé con él, militaba en el Mapu, había asumido recientemente la gerencia de la empresa de cemento Inacesa. Eduardo Alaniz (23 años) estudiaba Periodismo en nuestra escuela, cursaba tercer año, siempre me invitaba a las filas de las juventudes socialistas. A Dinator Ávila (32 años) lo conocí en la oficina salitrera María Elena, su esposa (Marta) era amiga de mi familia y a través de él conocí a Segundo Norton Flores (25 años), asistente social, todos integrantes del Partido Socialista (PS). A Washington Muñoz (25 años) egresado de Historia y Geografía, lo entrevisté en la emblemática empresa productora de bebidas Compañía Cervecerías Unidas (CCU) en su condición de interventor (PS). Allí también entrevisté a Gastón Cortés Valdivia (39 años), dirigente sindical (Mapu), ejecutado y desaparecido, desde diciembre de 1973, según se dijo por fuga. Bajo la misma acusación de intento de fuga, el 15 de septiembre de 1973, soldados del regimiento Antofagasta, mataron a Elizabeth (Lula) Cabrera Balarriz (23 años) asistente social, jefa de la Dirección de Bienestar Estudiantil de la Universidad del Norte, a su esposo, Nenad Teodorovic Sertic ( 24 años), compañero de la escuela de Periodismo y a Luis Muñoz Bravo (28 años) estudiante de la misma universidad; los ejecutaron en el trayecto a la base de Cerro Moreno. Los tres militaban en el Movimiento Revolucionario (MIR). Elizabeth me entrevistó para ingresar a la universidad, a la fecha de su muerte estaba embarazada de cuatro meses. Jovan, pequeño hijo del matrimonio, tenía un año.
En abril de 1974, mis tíos emigraron a Santiago y en 1977, a mi llegada, partieron rumbo al exilio; él había trabajado en el Comité Pro Paz, la primera organización ecuménica defensora de los caídos y sus familiares. Ese mismo año me integré al equipo de Prensa de Radio Chilena – la voz de los sin voz-, reporteaba casos de violaciones de derechos humanos en la Vicaría de la Solidaridad y o Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDD). No hace mucho, Silvia, me contó que aquella fatídica mañana del 11 de septiembre de 1973, al devolverse por los pasillos, divisó a patrullas de soldados ingresar a la universidad por la parte del cerro de las ruinas de Huanchaca y que al llegar a la explanada del casino se topó con la directora de la escuela de Periodismo y un par de alumnos de cursos superiores mientras lanzaban libros y documentos a un tambor encendido en llamas. También recuerda a los soldados que metían a un grupo de estudiantes a la capilla, desde donde salían doloridos gritos y que en ese preciso momento a ella la obligaron a tenderse en el suelo con las manos en la cabeza, sumándose a varios estudiantes que estaban en la misma posición. A punta de metralletas y fusiles, allí estuvieron vigilados casi dos horas para luego un poco antes del borde del toque de queda (15:00 horas), dejarlos salir previa revisión de sus documentos de identificación y sus bolsos. Finalmente, después de caminar muchas cuadras, Silvia, logró colgarse a las puertas de una micro para llegar a la casa de los tíos donde alojaba, ella era de Copiapó.
Nunca más supe del profesor Oscar Medrano. Mis tíos retomaron en Londres sus compromisos sociales y políticos, y ella en su condición de terapeuta se integró a una asociación que reúne a siquiatras y equipos de salud humanitarios pro-palestinos. Susana González Rodríguez y Silvia González Lorca, se titularon de Periodistas, y también como yo han trabajado en importantes medios de comunicación, instituciones públicas y académicas. Héctor Vera, vice-rector, fue detenido en su casa el mismo 11 de septiembre un poco antes de la medianoche, lo llevaron a la base aérea de Cerro Moreno y luego a la cárcel Pública; seis meses después un Consejo de Guerra lo acusó de adherir al gobierno de Allende y de atentar contra la Junta Militar y por ello fue condenado a 20 años de presidio, una pena que su abogado, Bernardo Julio, logró cambiar por extrañamiento a Bélgica, país donde reside exiliado desde marzo de 1974 hasta su regreso a Chile en 1989, continuando su actividad académica en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Santiago (Usach). Rubén Aguilera salió al exilio, reside en Suecia. No puedo dejar de mencionar a don Andrés Sabella, fundador de nuestra escuela de Periodismo, nuestro querido profesor de Literatura que fuera también exonerado. Imposible resulta olvidar sus enseñanzas y sus sabios consejos. Nos decía, por ejemplo, -hay hechos que por sabidos se callan y por callados se olvidan y que una vez convertidos en Periodistas, debíamos dormir con un ojo cerrado y otro abierto, enamorarnos y ojalá casarnos con el Periodismo-. Siguiendo sus enseñanzas, también no puedo callar lo que mis ojos ven y mis oídos escuchan.
Fotografía: Myriam Carmen Pinto y Silvia González Lorca, feria del Libro – La Serena, 2018; fotografías de diarios cedidas por Héctor Maturana, ex preso político -Sitio Memoria La Providencia, Antofagasta; Héctor Vera, vice-rector de la Universidad del Norte recibe a Fidel Castro a su llegada a Antofagasta (1971) y a dos semanas antes del golpe de Estado, se reúne en el palacio de La Moneda con el presidente Salvador Allende para abordar el rol de la universidad en el proceso de nacionalización del cobre y temas de la previsión del personal académico y administrativo. Las fotografías sobrevivieron ocultas en la casa de los padres de Cecilia Rivas, su esposa, Cecilia, periodista igual como él.