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Almorzando con Alfredo Joignant

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Traía en la sangre lo de ser socialista. Porque el primer Alfredo Joignant que arribó a Chile (clandestinamente) en 1875, se había fugado de la colonia penal francesa de Nueva Caledonia -archipiélago en Oceanía- donde había sido confinado por su participación en el histórico levantamiento obrero de la Comuna de París cuatro años antes. Alfredo se llamaba también ese abuelo revolucionario, que se instaló en San Felipe con una empresa de calesas y victorias.

Aquella fue una historia que nos contó en 1971 durante uno de aquellos almuerzos en el casino de trabajadores del palacio de La Moneda, en cuya Oficina de Radiodifusión e Informaciones de la Presidencia de la República (OIR), era yo estudiante de Periodismo en práctica. Alfredo Joignant Muñoz, militante socialista desde 1951 cuando era aún estudiante, ejercía por esos días como jefe de gabinete del ministro del Interior, José Tohá. Al año siguiente sería nombrado Intendente de Santiago por el presidente Salvador Allende pero, a raíz de haberse negado a proporcionar la fuerza pública para un desalojo de trabajadores, en octubre de 1972 fue acusado constitucionalmente en el parlamento por la durísima oposición al gobierno popular y terminó siendo destituido de su cargo. Posteriormente, el primer mandatario lo nombraría Director General de Investigaciones, cargo que sirvió lealmente hasta acompañar a Salvador Allende en La Moneda el 11 de septiembre de 1973..

No obstante, aunque era la primera autoridad de Santiago, Alfredo continuó concurriendo a La Moneda a almorzar con nosotros, los trabajadores y funcionarios. Era un entretenido conversador, con sus cejas enarcadas y ojos que podían ser grises o verdes, dependiendo de la luz que, tras los gruesos muros coloniales de La Moneda, nunca era mucha. Poseía un amplio anecdotario de sus tiempos de estudiante de pedagogía en Historia y Geografía. En aquella época, nos contaba, ya era militante socialista, “ampuerista” y, por añadidura, hincha ferviente de la “U”, y pronto conocería a quien sería su esposa, Adriana Rondón, profesora como él. Eran tiempos en que, para poder formar un hogar, los nobles profesores de Chile requerían trabajar ambos, sumando dos sueldos para parar la olla con dignidad. Alfredo lo recordaba con un dejo de nostalgia.

Eran también los tiempos en que se formó políticamente, tiempos turbulentos del gobierno del ex general Carlos Ibáñez del Campo, de la misión Klein-Sacks, un período de gran detrimento económico, alta inflación y una fuerte efervescencia social, según nos refería Alfredo en sobremesas que se alargaban hasta que, con su personal bonhomía, recordaba la hora y decía: “Ya cabritos, hay que ir a trabajar, si no, ¿cómo vamos a construir el socialismo?”. Entonces se incorporaba, salía del casino de trabajadores de La Moneda al Patio de Invierno, giraba a la derecha y, con paso presto, abandonaba “la casa donde tanto se sufre” por la puerta de Morandé 80, mientras los carabineros de guardia se cuadraban a su paso. Tal vez nunca imaginó entonces que poco tiempo después, un martes de septiembre, saldría por esa misma puerta con los brazos en alto y sería recibido a culatazos, patadas y golpes por los mismos que le habían rendido pleitesía.

Porque Alfredo Joignant Muñoz sufrió el calvario de la prisión, la tortura y el exilio.

Años más tarde, ya en democracia, pudimos reencontrarnos y abrazarnos en distintas ocasiones; aquellos eran momentos en que solíamos compartir conversaciones a través de las que, poco a poco, iban saliendo los padecimientos que había vivido. No lograron quebrarlo, me dijo, pese al miedo constante de perder la vida en los largos meses que pasó encapuchado y encadenado. Sí se quebró, pero emocionalmente, el día que lo expulsaron de Chile después de haber pasado por media docena de campos de concentración como prisionero político de la dictadura civil-militar.

Casi siempre nuestras conversaciones terminaban recordando esos almuerzos en el casino de trabajadores de La Moneda. Hasta que un día se me ocurrió preguntarle por qué, siendo la primera autoridad de Santiago y pudiendo almorzar cómodamente en la misma Intendencia Metropolitana, atravesaba la calle de dos trancos para ingresar por Morandé 80 a almorzar con nosotros. Su respuesta fue:

  • Es que almorzar con Ustedes era mucho más entretenido ‘poh!

Y acercándose y tomándome del brazo, deslizó en tono confidencial:

  • … y porque los almuerzos en la Intendencia eran una mierda, m‘jito…! -agregó, lanzando esa carcajada que evidenciaba al ser humano honesto, sencillo y leal que aguardaba para expandirse desde detrás de aquel rostro suyo revestido de seriedad.

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