sábado, abril 27, 2024
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Así viví el golpe

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El día martes 11 de septiembre de 1973 yo había ido a la escuela a estudiar como todos los otros días. A las 07:20 AM estaba tomando locomoción hacia mi colegio en Puente Alto. Ya todo el mundo comentaba que “venía el golpe”. Después del “tanquetazo” de junio de ese año 73, era el tema de conversación.

El día del tanquetazo se produjo una multitudinaria concentración de apoyo al gobierno del Presidente Allende, en la Plaza de la Constitución. Yo estuve ahí, junto a mis amigos de la política de esa época, apoyando al gobierno. A Allende se le escuchaba sereno y firme. Sin embargo, el campo popular estaba profundamente dividido. Lo peor, que me produjo un profundo malestar y descontento, fue un enfrentamiento a cadenazos entre comunistas y miristas a pocos metros desde donde me encontraba físicamente.

Encontraba y encuentro hoy con mayor fuerza una estupidez, un desatino e intolerancia absurda, resolver los temas políticos haciendo uso de la violencia. La situación del país ya era por esos días lo bastante grave como para aportar un grano de arena más a un discurso y accionar subversivo y anticonstitucional que por esos días usaba la derecha. La ultraderecha, en tanto, dinamitaba torres de alta tensión y contribuía con lo suyo a prefijar un clima de violencia y terror.

Temprano en la mañana de ese día 11 de septiembre, se podía percibir algo de movimiento de militares por las calles. En realidad no me llamaba mucho la atención porque la presencia de militares en las calles se había hecho más o menos recurrente a partir del paro de octubre de los camioneros, un año antes; con el tanquetazo después.

Además, yo vivía a 2 cuadras de la Escuela de Infantería de San Bernardo y antes de eso, es decir, cuando niño, era frecuente ver pasar soldados por nuestras calles ya sea haciendo ejercicio o camino al Cerro Chena, de modo que ver militares en la calle para mi era algo frecuente, parte de mi paisaje.

Al llegar al colegio, en Puente Alto, cerca de las 07:50, de ese día 11 de septiembre, los alumnos éramos recepcionados por un jeep de Carabineros en la puerta del colegio, mirando hacia la cordillera, con una ametralladora muy imponente, creo, punto 50. Los carabineros estaban con cascos de acero y nos dicen en un tono duro y frío que nos fuéramos, que el colegio estaba cerrado.

Los alumnos que debíamos regresar hacia nuestra comuna madre, nos quedamos una media hora en una de las esquinas cercanas al colegio. El ambiente estaba muy raro, a lo gris de la mañana se le agregaba lo turbulento del ambiente político. Decidimos ir a esperar la micro a la esquina de la Plaza donde solíamos hacerlo, o sea en el costado poniente, debajo de la farmacia de Don Sergio Roubillard, pero nos encontramos con que ya no había locomoción de regreso. Un señor parado cerca de donde nos encontrábamos nos comunica que ya no había locomoción. Concluí, entonces, que la última micro que circuló ese día fue aquella que nos trajo temprano en la mañana.

Regresamos a pie hasta San Bernardo. En el periplo iban algunos compañeros de curso que vivían en Villa La Pintana, así que, juntos, decidimos irnos los que vivían en esa villa y quienes, unos 3, seguíamos hasta San Bernardo. En el camino había mucho ajetreo, nos encontramos con camiones viejos atestados de gente regresando a sus hogares, camiones con soldados del ejército con pañoletas de distintos colores. Cuando íbamos de regreso a nuestros hogares veíamos pasar a los aviones hawker hunters, después supimos que venían de bombardear las torres de la radio Corporación que estaban por Vicuña Mackenna, más tarde harían lo propio con el palacio presidencial de La Moneda.

Cerca del mediodía, y luego de una caminata de unas buenas 3 horas, llegamos a San Bernardo. Al llegar, por San José, antes de Barros Arana, observé que había un piquete de carabineros parapetados en sacos de arena al frente de la panadería que se encontraba justo en esa esquina. Estaban armados hasta los dientes, controlando una cola para la compra del pan. Nos miraron de reojo, muy saltones, más nerviosos que nosotros, civiles, estudiantes.

No me fui a mi casa, sino al viejo barrio de mi infancia. Llegamos a la casa de mi hermana. Escuchamos las noticias, la radio, por donde supimos del bombardeo a La Moneda y después de comer algo, alrededor de las 14:45 horas, supimos de la muerte del Presidente Allende.

Todos quienes nos encontrábamos reunidos ése día, nos sentimos abatidos por la noticia. En medio del dolor y la frustración generada por la información entregada por la televisión y confirmada por las radios controladas por los militares, y con los famosos “bandos” del golpismo triunfante como trasfondo, se hacía evidente la intención de hacerse del poder a cualquier precio.

Cerca de las 17: 00 horas nos encontramos los antiguos adolescentes que se juntaban a ver televisión en la casa de Los Molina. En una habitación contigua al living, nos juntamos tratando de poner en común los acontecimientos que estaban transformando drásticamente al país. Había tantas hipótesis como dudas, pero también la firme decisión de defender al Gobierno, algo que nunca ocurrió ni tampoco podía ocurrir debido a la profunda división del campo popular y a la falta crónica de conducción política. Que desde el sur vienen unidades leales al gobierno del Presidente Allende; que el ejército de Chile es distinto del resto latinoamericano, que es constitucionalista, republicano, que no es gorila como el argentino y brasileño.

Cerca de las 18:00 horas, estando nosotros divagando sobre los acontecimientos del día, llegan dos camiones militares, atestados de soldados. Nos habían denunciado. Tiempo después supe que la denuncia la había hecho una vecina de derecha. Cuando nos enteramos que había dos camiones, salimos del dormitorio en el que nos encontrábamos y nos dirigimos al living comedor, lugar de encuentro con la vieja tele.

Estaban dando monitos animados, interrumpidos esporádicamente por los bandos de la junta militar. Golpean enérgicamente la puerta, al parecer con la culta de un fusil y en cuanto ésta se abrió ingresa un oficial muy prepotente con varios soldados. Zamarrean a la dueña de casa, lo que de verdad me dio mucha bronca. A nosotros, como 10 jóvenes, nos sacan a culetazos y puñetazos por un pasillo distante unos diez metros antes de alcanzar la calle, haciéndonos un callejón oscuro. Nos ponen en la muralla con las manos apoyadas sobre el muro de ladrillos y las piernas abiertas, separadas unos 30 centímetros del muro, haciendo un ángulo de unos 40 grados con respecto al muro. Nos patean. Entre patada y patada, a veces era posible ver hacia al lado. Estaban los camiones y muchos soldados en distintas posiciones de combate sobre la calle de tierra, apuntándonos a nosotros que estábamos en el muro de la casa. Pude ver a varios soldados que nos conocían ya sea del colegio, del fútbol o de fiestas de jóvenes.

Nos suben a los camiones a punta de culetazos y nos tiran al piso. Sobre nosotros, pisoteándonos con las botas, los soldados. Con el pisoteo y el peso de los soldados sobre mi cuerpo, uno de ellos me pisa el rostro. Llegamos a la Escuela de Infantería cerca de las 18:30 horas del martes 11 de septiembre. Nos bajan igual como nos subieron y nos llevan a un corredor largo, lleno de soldados.

En el trayecto del lugar al que llegaron los camiones al corredor, en el que nos tendrían hasta la madrugada del día siguiente, había soldados en posición de combate, mirando de reojo pude ver a soldados conocidos nuestros, jóvenes a quienes les tocó hacer el servicio militar ese año. Era posible encontrar soldados conocidos porque al ser San Bernardo del casco histórico, en esa época, una comuna con pocos lugares de esparcimiento y recreo juvenil, la mayoría de quienes circulábamos en esas lides, lo hacíamos por los mismos sitios. Nosotros asistíamos a las fiestas de convivencia del Seminario, un recinto de la iglesia Católica habilitado para el funcionamiento de los Boys Scout, a lo que pertenecíamos. Ese mismo lugar, desmedrado por el terremoto del 85, lo usaban los curas a fines de los sesenta para dar películas en blanco y negro los sábado y el domingo.

Con mi hermano Alfredo, nacimos y nos criamos a dos cuadras del Seminario, por la calle San Alfonso esquina Maipú. Ahí estaba nuestra escuela básica, la escuela n° 9 de ese entonces. Ese era nuestro espacio vital, nuestro entorno y hábitat. En esa modesta escuela pública fue que escuchamos a su Directora, la señora Irma, decirnos de niño y a propósito del asesinato del Presidente Kennedy de Estados Unidos, que en Chile a los presidentes no se les asesina. De niño, también, nos sentimos orgullosos.

Por la calle Eyzaguirre, dos cuadras hacia el sur vivían nuestros abuelos, por el lado de mi padre. Es decir, pertenecíamos a una familia histórica de la comuna de San Bernardo, asentada en ella por lo menos antes de que llegarán a la Escuela de Infantería los oficiales golpistas que dirigían la paliza que nos estaban dando por ser jóvenes de izquierda, partidarios del Gobierno del Presidente Salvador Allende.

Ya en el corredor y en la misma posición que tuvimos en el muro de la casa de la que nos sacaron, es decir, manos sobre el muro, pies en ángulo, nos empiezan a golpear. Culatazos, puñetazos, patadas. Nos tuvieron así desde las 18:30 horas del día 11 de septiembre hasta bien avanzada la madrugada del día 12. De tanto en tanto a uno de nosotros lo pasaban a una sala contigua, un privado donde había un oficial interrogando personalmente al que era llevado a esa sala. En los noventa supe, viendo noticias en un canal de televisión abierta, que quien hacía los interrogatorios era Cortés Villa, en ese tiempo Capitán de Ejercito, comandante de la Escuela de Infantería de San Bernardo para el golpe de Estado.

Yo no fui llevado a esa sala, a mí me interrogó directamente en el corredor, un oficial. Este oficial se mostraba intrigado por unos nombres de libros que tenía en mi libreta de apuntes en la que hacía registro de los pedidos que me hacían clientes a quienes debía llevarles libros que yo vendía en mi tiempo libre de estudiante y en base a un acuerdo de negocio que tenía con Carlos Muñoz, un vecino, amigo y compañero, que llevaba la relación comercial con la empresa Quimantu. Me sacaron la cresta, con golpes en las costillas, cachetadas en el rostro. Era pura desidia, odio y rencor. Desde el primer momento en que caímos en sus manos, supieron que éramos gente de izquierda, partidarios de Allende.

Cerca de las 05:00 horas de la madrugada del día 12, nos sientan en una silla y un militar, conminado por Cortes Villa, uno a uno nos comienza a rapar al cero. Estar rapado al cero, en el contexto del estado de sitio que sobrevendría al golpe, era por lo menos indicio de sospecha. El único que no fue rapado fue mi hermano. Al decir de Cortes Villa “el más decentito”. Claro, mi hermano llevaba el corte militar ya que había sido conscripto de esa misma unidad militar. Un soldado que, meses antes, en junio de 1973, había desertado del Ejército de Chile para no ser parte del golpismo que con esa asonada hacía sus primeras armas. Quiso el destino que ninguno de los soldados conscriptos que conocían a mi hermano lo delataran, porque otra sería la historia para él y probablemente para todos quienes nos encontrábamos en esa situación.

Nos sacan a punta de culetazos, nuevamente boca abajo en el camión, los soldados, pisoteándonos. Esto se hacía a ratos insoportable por los saltos del camión ocasionado por los baches y la velocidad con la que corría, además, al amparo del estado de sitio, con toda la calle a su albedrío. Durante el regreso al punto desde el que nos habían sacado, nos pasean por la Policía de Investigaciones y el Cuartel de Carabineros. Cuando llegábamos a estas unidades, nos hacían ponernos de pie –ya rapados- y le preguntaban a los policías guardias “si conocían a estos comunistas delincuentes”.

Luego del recorrido nos llevan por la calle San Alfonso, hasta el límite natural que había en esa época, ya que no había puente sobre el canal espejino, nos tiran abajo y nos hacen correr en dirección al cerro Chena bajo amenaza de dispararnos si mirábamos hacia atrás.

Al otro día, es decir el miércoles 12, a la hora del almuerzo, era todo un chiste mí pelada al cero en mi familia. La verdad sea dicha, me festinaron toda la semana, habría sido divertido en otras circunstancias, a no ser que el rape era un acto de prepotencia de los militares comandados por Cortes Villa y a no ser que penosamente se estaba iniciando, con esos actos y otros más graves, la era del terrorismo de Estado en nuestro suelo.

Carlos Cerpa Miranda
Carlos Cerpa Mirandahttps://pagina19.cl
ex concejal y ex director laboral Banco del Estado.

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