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Caza de focas y lobos marinos en Chile: luces, abrigos chinos y sangre sobre la nieve

Crédito Foto de Todd Cravens en Unsplash

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“El conocimiento del alma contribuye al progreso de la verdad, y sobre todo a nuestro entendimiento de la Naturaleza, pues el alma es el principio de la vida animal”.

Aristóteles. De Ánima. Libro I.  Cap. 1. 350 A.C.

Seguramente Emilio Salgari no vio nunca realmente la sangrienta tarea que hacía su personaje, el capitán Tyndhall, de la novela Los Cazadores de Focas (1909) en la bahía de Baffin en el Atlántico norte. Algo que el magallánico Carlos Vega relató ampliamente en su obra: La Leyenda de Pascualini (1993) dando cuenta de la horrorosa caza de focas, lobos y elefantes marinos en los mares australes chilenos.

En el siglo XIX era común cazar ballenas, focas y lobos marinos, en especial en la Patagonia y los mares antárticos. Una vez que los cetáceos árticos escasearon millones de focas y lobos marinos sureños comenzaron a ser cazados a gran escala por su cuero y aceite para alumbrar ciudades. Era un oficio de marinos pobres, muy por debajo de la aristocrática caza de ballenas. Fue una actividad de pequeños barcos con tripulaciones mínimas, en misiones perdidas en islas y archipiélagos del fin del mundo. Hombres corpulentos, diestros con el garrote y el cuchillo, de brazos hercúleos capaces de matar de un certero garrotazo a enormes focas y lobos marinos. Ya entonces, las flotas pesqueras los odiaban por su voraz apetito y las molestias que causaban en sus operaciones. Además, eran tantos. Millones y millones de focas y lobos en el Océano Pacífico, en los mares helados de la Patagonia y la Antártica. Más allá, en las Malvinas Argentinas, hubo enormes apostaderos y parideros de lobos y focas, un hervidero de vida en esos confines. Acá en Chile, Francisco Coloane, con su padre ballenero, conoció desde pequeño, a ballenas, focas y lobos. Para él, cuando viejo, con el mar y sus seres instalados profundamente en su memoria, la vida había surgido maravillosa e indiscutiblemente desde el mar. A partir de sus obras: Cabo de Hornos (1941) y el Camino de la Ballena (1964), al igual que Salgari, nos introduce en ese mundo de dolor y sangre sobre la nieve. Coloane, quien más que él, puede enseñarnos sobre la verdadera anima de estos animales.

Los cazadores de focas y lobos, venían a Chile desde varias naciones civilizadas. Ingleses, norteamericanos, franceses, entre otros, repasaban las costas cazando desde California hasta la Antártica. En ese sector del Océano Pacífico, a inicios del siglo XIX existían millones de estos animales. Había lobos marinos de uno y dos pelos, estos últimos de una piel más fina y valiosa. Entre estos, el lobo fino de Juan Fernández, un animal endémico de ese archipiélago. Se estima que allí había cerca de 5 millones de lobos. Esa población gigante simplemente fue exterminada por los marinos norteamericanos, que exportaban sus cueros a China sin dejar un peso en el país. Cerca de 100 mil litros de sangre de lobos exterminados a palos enrojecieron por décadas la tierra y el mar de ese archipiélago. Mucho tiempo después de esas matanzas, el Estado de Chile dueño de esas islas decide protegerlos mediante la creación del Parque Nacional Archipiélago de Juan Fernández (1935). En 1970 según algunos investigadores quedaban allí solo unos 459 ejemplares. La CONAF, administradora del parque desde 1977, ha reportado el año 2018 una maravillosa recuperación de la especie mediante un esforzado trabajo de protección, habiendo ahora unos 224 mil ejemplares. Para el lobo marino común, la especie más conocida en Chile continental, se estima que había una población de 1 millón de ejemplares, actualmente quedan unos 400 mil. Estudios recientes señalan que las poblaciones actuales de lobos y focas son solo el 22% de lo que hubo previo a las matanzas pasadas (Heise y Worm, 2009).

Marinos diestros para cazar

Los capitanes de barcos foqueros y loberos manejaban en secreto aquellos lugares de la costa chilena y Antártica donde había abundancia de estos animales. Aquí operaba el anticuado concepto legal de Res nullius del Código Civil chileno. Es decir, estos seres eran de nadie y en tanto animales bravíos, podían ser apropiados privadamente mediante la caza. Esta comenzaba, reclutando marinos diestros, no solo en cuanto al conocimiento de las vicisitudes de los bravíos mares australes, sino a sus capacidades matarifes y del descuere. Ellos carneaban hasta 40 ejemplares al día por persona. Los barcos, de mediano calado, con bodegas capaces de almacenar miles de cueros de lobos y focas, los cuales eran puestos carne contra carne con una capa de sal gruesa entremedio. Luego se apilaban en rumas pelos contra pelos. Debían suportar muchos meses embodegados. Al igual que los barcos balleneros, eran embarcaciones que hedían insoportablemente, pero los marinos y capitanes, acostumbrados a esto, no se inmutaban. La piel de lobo común valía muy poco en comparación al aceite. Una de lobo de Juan Fernández valía mucho más. Se vendía a US$ 4,4 cada una, en Cantón, China. Allí, eran curtidas por miles y transformadas en finos abrigos que usaban las familias chinas pudientes de la época. La gran mayoría de los millones de pieles de lobos marinos finos cazados en Chile terminaron en el ropero de familias chinas acomodadas.

Algunos barcos tenían incorporados, enormes calderos freidores de grasa, mediante los cuales se destilaba el aceite de lobo a partir de lonjas de tocino de estos gordos animales. Cientos de pequeños barriles acumulaban el tesoro del viaje, el cual se vendía favorablemente para la iluminación de las ciudades. En el sur de Chile, durante muchas décadas, las casas y ciudades fueron también iluminadas con su aceite. Una vez, vendidos los cueros de lobo común, estos iban a las curtiembres, los que los usaban para confeccionar chaquetas, zapatos, carteras y monturas. Con el cuero tierno de los popitos, lobitos lactantes, se hacían prendas finas para un público exclusivo. Toneladas y toneladas de carne, vísceras, huesos e intestinos producto de las masivas matanzas quedaban sobre las playas o eran botadas al mar en los lugares de caza, donde eran comidas por gaviotas, tiburones y crustáceos carroñeros.

Una atroz matanza

La caza comenzaba eligiendo alguno de los dos tipos de residencia de lobos o focas. Podría ser un apostadero de descanso rocoso donde se reunían miles de ejemplares adultos y juveniles o podía ser en un paridero, donde descansaban protegidas madres e hijos. El barco, era recalado siempre contra el viento, para que los lobos no lo olfatearan.  Generalmente, los botes que llevaban a los matarifes, avanzaban ocultos hacia la costa cercana ocupando las playas por donde los lobos salían y entraban al mar. La idea era bloquear la zona de escape. Una vez, instalada la cabeza de playa y los lobos y focas encerrados, comenzaba el trabajo. Gruesos garrotes a veces con un enorme y filoso clavo de metal en la punta, permitía a veces matar al ejemplar con un certero golpe que perforaba el cráneo y cerebro. Se elegían primero aquellos animales enormes y grasos, que muchas veces llegaban a los 500 kilos, de pieles enormes. También se mataban miles de popitos para sacarles la costosa piel, que era suave y hermosa, con la cual se fabricaban abrigos a la moda. En las nevadas islas del sur, a la media hora de iniciada la matanza, el blanco de la impoluta nieve ya había sido cubierto por una congelada capa de roja y brillante sangre, sobre la que resbalaban los cazadores y los moribundos lobos sobrevivientes. El grito desesperado de madres y lobos retumbaba entre los montes nevados y el hielo de los mares australes. Eso, fue todo en el siglo XIX, un siglo de la sangre de las matanzas de animales silvestres en todo el mundo. Luego de esto, los matarifes, descansaban acezantes. Ahora venía el tedioso descuere. Premunidos de filosos cuchillos, el primer tajo se hacía circundando la cabeza del lobo o foca para luego abrirlos por el abdomen y con certeros cortes, desprender el resto del cuero. Una cantidad considerable eran hembras preñadas de abultados úteros. A los más diestros, ello no llevaba más que un cuarto de hora. Pero la grasa subcutánea hacía perder el filo a los cuchillos por lo cual había que afilarlos contantemente. Luego, los cueros eran apilados y transportados al barco. Esta tarea podía durar semanas, pues eran miles los lobos y focas muertas que era necesario descuerar. En algunas islas, algunos empresarios habían instalado enormes calderos freidores, alimentados por el bosque nativo, los cuales previamente encendidos, derretían la grasa cortada en generosas lonjas que más tarde sería envasada en barriles. Según decía, el aceite de elefantes marinos era más fino y tenía mas valor en el mercado.

Aunque muchos ciudadanos chilenos desde inicios del siglo XIX daban cuenta de la atroz matanza que estaba exterminando las loberías chilenas, fue Benjamín Vicuña Mackenna quien propuso las primeras medidas para acabar con ese holocausto. En el intertanto se dictaron medidas de protección parciales, la mayor parte de ellas sin consecuencias prácticas. Incluso hubo ilustres personeros qué habiendo sido seducidos por la poderosa racionalidad económica del lucro de la época, abogaban por la extinción de los lobos, como lamentablemente fue el caso del científico alemán contratado en Chile, Federico Albert, quien en otros ámbitos hizo enormes contribuciones al país.

No fue sino hasta el año 1966 en que se prohibió totalmente su caza en Chile. Sin embargo, durante la dictadura de Pinochet, este abrió el año 1983 su caza nuevamnte. Las loberías, que se habían venido recuperando fueron objeto de un nuevo fenomenal acoso. Sin embargo, la ciudadanía y los científicos chilenos siguieron denunciando e investigando la historia del holocausto. Anelio Aguayo, magnífico estudioso de mamíferos marinos chileno hizo una inmensa contribución a Chile y el mundo con sus estudios sobre ellos. Juan Carlos Cárdenas, tras duras denuncias puso de manifiesto la “filtraciones del sistema” que seguían permitiendo sus muertes en el siglo XX. Con la consciencia acumulada y la ciudadanía movilizada en su defensa, al Presidente Piñera el año 2021 no le quedó más opción que prorrogar por diez años la veda total de caza de este mamífero. Años antes, en 1972, por efecto de la Convención de Protección de Focas Antárticas, el elefante marino, el leopardo marino, la foca de Weddell, la foca cangrejera, la foca de Ross, y el lobo de dos pelos quedaron protegidos para siempre. Desde allí, el lobo marino común y el lobo de Juan Fernández, han venido remontando sus tamaños poblacionales. Ha sido algo muy auspicioso para avanzar y constituirnos en un país desarrollado, a los cuales ninguna especie se les extingue.

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