Profesor de Filosofía y Máster en Estudios Políticos Aplicados.
La política de partidos se ha acabado, ha dicho Peter Mair, a propósito de la situación de los partidos políticos europeos. Primero, por la creciente desconfianza ciudadana en los mismos, que aumenta su desprestigio. Segundo, por su permanente pérdida de caudal electoral. Tercero, por la disminución de sus cuadros militantes y, cuarto, por la desafección política en relación con el clivaje de clase “izquierda-derecha”.
En Chile, la protesta social del 18 de octubre de 2019 parece haber acelerado este declive, lo que en cierta forma se ha atestiguado en las elecciones del 15 y 16 de mayo del 2021, donde la emergencia de los “independientes” parece ser el sello distintivo. “La política sin partidos” es el eslogan convertido en el fetiche de los tiempos que corren.
Esto es sintomático con lo que produjo la protesta social. Un acelerado declive de los partidos influido por lo que pudiera ser una nueva división estructural en la sociedad: el cambio del clivaje de clase, que ha sostenido el sistema de partidos por un siglo, por una nueva fisura: arriba-abajo, o, dicho de otro modo, la élite versus el pueblo. La élite, los que están en el vértice de la pirámide social, colmados de privilegios, frente a los que están “abajo”, en la base, que de forma abstracta se denomina al “pueblo”, a los desposeídos o como rezaba la vieja terminología peronista, los “descamisados”.
Pero los descamisados ya no sienten la misma representación en los partidos tradicionales de la izquierda, y tampoco pasa, automáticamente, como ocurría cuando nació el PC y el PS en las décadas del veinte y del treinta del siglo pasado, donde la clase obrera votaba por la izquierda y los sectores más acomodados por los partidos de derecha. El desanclaje de la política, como dice Carlos Peña, unido a la estrategia histórica de la UDI, y de Jaime Guzmán, de inserción en los sectores populares, también ha producido una distorsión en las preferencias electorales que hace muy difícil, sino imposible, anticipar escenarios futuros en el cuadro actual.
En lo que pudiéramos considerar los últimos retazos de la “política de clase” y su obstinada resistencia a la muerte, el contexto de la inscripción de las primarias presidenciales, y el “veto” impuesto por el PC y el Frente Amplio al PPD y el PL -y en consecuencia al PS-, por su “adscripción” al neoliberalismo, hace que uno tenga las peores sospechas de quienes participaron activamente del Gobierno de la Presidenta Bachelet, y no le observamos ningún remilgo de desdén por sus “compañeros de curso”, que hoy los consideran representantes de la esfera más abyecta de la política.
Estos hechos, en todo caso, han generado las condiciones para librar, si se quiere, una última y digna batalla: la lucha por la autonomía de los partidos de izquierda y la defensa de la democracia, el pluralismo y la diversidad.
No es que el PC no tenga -en Chile- trayectoria democrática, al menos en el sentido estricto y/o electoral del concepto, porque desde su emergencia institucional ha tenido una larga y limpia conducta al respecto. Sin embargo, los últimos hechos, así como también su persistencia en la defensa de regímenes de izquierda de corte autoritario en América Latina, muestran un afán hegemónico, con sentido totalitario, dentro de la propia democracia representativa que, no sin serias dificultades, aún existe en Chile.
Cómo atestiguan Levitsky y Ziblatt, las democracias ya no mueren de “golpe”, sino que, agonizan por tiempos más largos y su muerte -cuando ocurre- termina siendo algo más menos imperceptible para las sociedades, cuando ya el nuevo orden se encuentra instalado. La muerte lenta y la progresiva y gradual implementación de las nuevas lógicas que operan sobre estas sociedades, hacen que su asimilación sea más efectiva, y, yo diría, hasta más natural. De pronto, la democracia había muerto, y los ciudadanos no se habían dado por enterados.
El dilema, entonces, de este ciclo político de cara a la elección presidencial del mes de noviembre, que se abre paso entre protesta social, pandemia y proceso constituyente con nuevos actores, es si la sociedad se va a inclinar hacia una izquierda con vocación totalitaria, o hacia aquella con vocación democrática y plural. La resolución de este problema no será ni tan nítida ni tan pronta, porque no necesariamente se dirimirá con el resultado presidencial, sino que discurrirá por meses o años.
Que otra cosa sería posible pensar si los autoproclamados jueces de la órbita comunista -y sus satélites- ya han condenado a todos quienes, desde la izquierda, no hemos cumplido los nuevos parámetros ideológicos por ellos mismos impuestos, y que toleraron cómodamente en el pasado reciente.
Es probable, además, que con el paso del tiempo -coherente con la lógica totalitaria-, ningún ciudadano los cumpla y su propio “comité central”, termine “expulsando al pueblo de la revolución”. En caso de que ocurra tan infausto acontecimiento, valdrá la pena sumarse a quienes ya lo han anticipado, para que nadie diga después, que nadie les advirtió.
