jueves, marzo 28, 2024
OpiniónDe la Respetable Bohemia a la Insulsa Farándula

De la Respetable Bohemia a la Insulsa Farándula

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Yo vivía en los faldeos cordilleranos de La Reina –y eso era “fuera de Santiago”- cuando estudiaba en el Instituto Nacional con la hora de entrada a clases a las 8.15. Para no atrasarme, salía de casa a las 5.30 y, en ocasiones, ya estaba en la Alameda mucho antes de las 8. Entonces, deambulaba. Me entretenían las calles céntricas. Una mañana pasé por la Alameda casi esquina de Estado y con sorpresa vi un restaurante lleno de gente que no estaba, precisamente, tomando desayuno. En las mesas, botellas de vino, licores, muchos ceniceros llenos, mucho humo trasnochado. En las sillas, caballeros alegres y damas obsecuentes. Los mozos iban y venían con bandejas apetitosas, como si fuera medianoche. Entré varias mañanas al local con mis cuadernos al brazo y siempre pensé que algún día iba a escribir una nota sobre Il Bosco, que constituyó mi puerta de entrada al mundo de la bohemia capitalina, esa misma que ahora no existe y que sin embargo, para mal de males, muchos llevamos en el ancho y melancólico bolsillo de la nostalgia.

Esa nostalgia que “ya no es la misma de antes”.

El tema de esta columna, eso sí, no es echarse a llorar por lo que ya no hay. Al contrario, pudiera constituir es un intento más (ha habido muchos, sin resultados positivos) de recuperar un definido espacio público de comidas y brindis para el buen diálogo, la transmisión de sentimientos sinceros que toda mesa bien conversada provoca, la confrontación de ideas con gran pasión y formidable respeto en un ambiente de real camaradería, el abrazo afectuoso en medio de una celebración o alguna pena que haya que apoyar, el comentario lúcido sobre un libro de poemas o cuentos que recién aparece, la aproximación a una buena película en cartelera o el chisme político de última hora. De la antigua buena política, que tanto interesaba.

¿Por qué no son fecundos estos intentos?

Porque la bohemia se murió. La mató la dictadura, a punta de toques de queda. Y todo lo que sabemos. A los que nos gusta aquel diálogo de sentimientos e ideas y abrazos y ratos agradables para discernir sobre lo humano y lo divino debiéramos intentar un renacimiento (otro esfuerzo más) y de alguna manera que realmente valga la pena. Para empezar, una mera cuestión de vocabulario básico. Es decir, no denominando a la actual farándula con el apelativo de “bohemia”. Eso, además de ser un desaguisado por desgracia comúnmente muy aceptado, es una muy seria falta de respeto a nuestra realidad de hace pocas décadas.

Más de algún reconocido literato de nuestra Historia reciente pre 1973, o político de fuste que vivió acostumbrado a la discusión de ideas a altas horas de la noche, o periodista con verdadero interés por la actualidad que nacía en el nocturno ambiente extraoficial debe estar muriéndose de rabia si lo relacionan con lo farandulesco. La bohemia era algo serio. La farándula es, por lo menos, una liviandad más de las tantas que andan por ahí, ocupando espacios que no le corresponden, sobre todo en la televisión.

A mí me da esa rabia, por lo menos. Y, considerando que todo tiempo fue pasado fue mejor (o fue anterior, según Le Luthiers), quisiera aquí recuperar, por la vía del recuerdo, algunas deliciosas experiencias que debieran despertar la ilusión de que la Historia se pueda repetir. Y que la bohemia, ese otrora cadencioso paso del tiempo entregándose a profundas conversaciones, reaparezca. Hay todavía muchos viudos de las románticas, amistosas y creativas noches de antaño, con sus amanecidas.

Sí, fue gracias al Instituto Nacional que yo conocí Il Bosco, aunque igualmente lo hubiera conocido en las lides reporteriles de los años sesenta. Ese palacio de la amistad entre iguales y no tan iguales fue inaugurado en 1947, duró abierto 36 años en la Alameda 867, quince pasos al este de calle Estado y casi al frente de la Iglesia de San Francisco, cuyos curas residentes siempre lo miraron de reojo pero jamás atravesaron de sur a norte. Al revés, muchos clientes cruzaron de norte a sur para la misma de las ocho de la mañana, antes de regresar a sus hogares. El restaurante, que de día también funcionaba como salón de té, fue fundado por don Salvador Majhuan y los hermanos Luis y Atilio Bosco, Efectivamente, permanecía abierto las 24 horas del día. Toda la noche. Escritores y artistas de variada índole leían sus obras y se codeaban con bailarinas de cabarets que escuchaban absortas, con detectives en pleno turno de función policial, con trabajadoras de la noche, con uno que otro maleante, con diputados y senadores que habían sesionado hasta tarde y necesitaban un respiro para codearse con la realidad de la gente. Y periodistas, muchos periodistas porque entonces los diarios, cuyas instalaciones estaban en la zona céntrica, “cerraban tarde”. A propósito, no se puede olvidar a “don Pepe”: doy fe de que fue él quien responsablemente tuvo la gentileza de establecer un “vinito de periodista” a precio módico y que solamente era ofrecido a los colegas reporteros que, a diferentes horas de la noche, se sumaban a las conversaciones y traían noticias frescas a las diferentes mesas, luego de la labor diaria. Todo ello, acompañado de criollas cazuelas muy democráticas y al alcance de todos los bolsillos. Y, si no había con  qué pagar, se firmaba un vale. Eran buenos tiempos y se añoran.

Podríamos sumar cien anécdotas de Il Bosco en esta columna. Como cuando en un amanecer de julio llegó hasta la puerta del local un carro funerario, los deudos bajaron el ataúd y pidieron permiso para entrar, explicando que el difunto era cliente del bar desde el día en que se inauguró y sus familiares y amigos querían pasar a tomar una copa con él, antes de seguir al viaje eterno. Todos los parroquianos guardaron respetuoso silencio. Eran los tiempos en que cosas así ocurrían, como cuando la vedette francesa Xenia Monty llegó al país a mostrar su cuerpo esbelto y precioso y, tras una noche de actuación, terminó en el suelo embaldosado del baño de señoritas. “Ebria de trementina y largos besos”, escribiría Neruda. La ayudaron los antiguos mozos Heriberto y Caupolicán. Ellos, además, acostumbraban a guardar libros, paraguas y otros objetos olvidados de los habitués. Incluso mi primera cámara fotográfica de reportero, que permaneció un día entero colgada en una percha. Es que entonces nada se perdía, como ahora. Obviamente, lo que se ha perdido y que tiene relación con el tiempo libremente entregado a las sanas conversaciones de sobremesa, es nuestra forma de ser.

Desde un punto de vista histórico, la bohemia propiamente tal con su garbo y su prestancia gozó de un período esplendorosamente nocturno en todo Chile, entre la quinta y la séptima década del siglo pasado. De Arica a Punta Arenas. Todo libro de origen regional que hable sobre historias de la ciudad respectiva mostrará su  vida nocturna ágil y plena. Muy sinceramente, nos molesta y nos duele que en los medios de comunicación se confunda con absurda liviandad el elegante y distinguido concepto “bohemia” con la insulsa farándula, tan de moda y tan banal. Y nada más distinto que la insípida “farra”, tan multiplicada actualmente en locales que, generalmente, no tienen personalidad definida. Es que, como ciudad, a Santiago le robaron el corazón y lo desmembraron. Por su parte,  la zona céntrica que fue cuna de la bohemia no existe sino de día y de ello puede dar cuenta indesmentible la propia taberna del Círculo de Periodistas que allí en calle Amunátegui y cuando decae el tráfago del día demuestra tristemente que la real bohemia que vivimos algunos años ha, no dispone actualmente de lugares para desenvolverse. Ojo, personajes hay. Y lo mismo ocurre, ya lo decíamos, en otras ciudades del país. Puede que, en  principio, se salve Valparaíso pero ello, en todo caso, daría para otra crónica.

La culpa de lo anterior ya lo decíamos más arriba: la diáspora del golpe de estado, el temor que imperó en la ciudadanía, la necesidad de la gran mayoría por sobrevivir y el propio costo de la vida borraron algo asociado a lo poético que inundaba buenamente a Chile entero. Desde un pueblo pequeño a una gran ciudad. La misma circunstancia de cordialidad humana que hoy brilla por su ausencia y que algunas personas, entre las que me encuentro y así lo confieso, echamos de menos y lloramos en silencio.

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