domingo, mayo 5, 2024
OpiniónLa necesidad de una Copa bien Servida

La necesidad de una Copa bien Servida

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Desde que comenzó a expandirse comercialmente la sensación de que el vino está de moda en Chile, pienso más o menos lo contrario. Una verdad indesmentible es que seamos habitantes de un país reconocido en el mundo por nuestros mostos y cepas. Otra verdad, bastante demostrable también, es que en general no nos creemos el cuento y el consumo de nuestra bebida nacional continúa bajo en las encuestas detrás de la cerveza, el pisco y otras bebidas, sobre todo aquellas llamadas “de fantasía”.

En otras palabras, los chilenos no tenemos mucha idea del gran tesoro que significa conocer de vino. Aprender a beber e interiorizarnos del origen de la vid, aquello de climas fríos o templados que lentifican o apuran el crecimiento de los racimos. Que alguna vez se nos enseñe de veras y seriamente sobre la fertilidad de la tierra y su humedad, que de estos detalles fundamentales depende la consistencia de la uva. Que no seamos tan ignorantes sobre las cepas mismas que se planten en las viñas (Cabernet Sauvignon, Merlot, Chardonnay, Malbec, Sirah, entre varias otras) y que significará que el vino ingrese al consumo generalizado con sus denominaciones definitivas.

En general, poco sabemos.

Un ejemplo de nuestra ignorancia y que en parte debiera avergonzarnos, lo podemos observar en cualquier supermercado, donde habitualmente la mayoría de los clientes seleccionan por el precio (“si vale más de cuatro mil pesos, debe ser bueno”). ¿Le ha tocado que alguien, con cara de despistado, le pregunte algo extremadamente obvio para decidir la compra de una botella?

Otro ejemplo es que en un restaurante, al momento de seleccionar lo que vamos a beber, casi nadie está bien informado de lo que exactamente se desea. Es que, en el día a día no tenemos práctica ni vocabulario para este tema que, sin embargo, debiera ser prioritario. (Dicho sea de paso, actualmente se han puesto de moda los menús únicos y los restaurantes en algo son todos iguales: siempre el vino es aparte del menú que se ofrece. Y a precios por copa que sorprenden y ahuyentan a los comensales).

También y aunque parezca repetitivo, se mantiene en una sutil nebulosa la historia del vino chileno, este tema que se supone que debiéramos llevar en nuestra sangre de chilenos bien nacidos. Esa historia entre nubes señala que Diego de Almagro y Pedro de Valdivia trajeron las primeras parras desde Cuzco en el siglo XVI. Se estima también que hacia 1550 se plantaron los primeros viñedos gracias al impulso de Francisco de Aguirre, en La Serena y Copiapó.  Y para qué seguir, el cómo llegaron a nuestras latitudes las vides que le darían prestigio vitivinícola a nuestro territorio no es lo que acá nos importa. Es que estamos demasiado acostumbrados a no saber lo que debiéramos dominar pero sí nos vanagloriamos a diestra y siniestra de que tenemos el mejor vino del mundo. En todo caso, “lo mejor” en todo tipo de situaciones es nada más que una apreciación.

Algunos historiadores del vino, de los muchos que ha habido, hay y habrá, aseguran que las variedades francesas más arriba nombradas arribaron a mediados del siglo XIX. Y que, si no fuera por los empresarios mineros que en el mismo siglo hicieron sus fortunas, los viñedos no se habrían extendido ni tampoco en las vitrinas de botillerías ni en las repisas de supermercados hoy competirían tantos apellidos llamados “vinosos”: Ochagavía, Urmeneta, Cousiño, Undurraga, Concha y Toro, Subercaseaux, Errázuriz, Valdivieso. Y para qué hablar de los nombres poéticos o de raigambre familiar o de origen indígena o estrellas o medallas o de simple inventiva artística que figuran actualmente en las etiquetas de las numerosísimas marcas. Y los vinos “boutique”, en fin. Es la consecuencia de aquella visionaria decisión empresarial de los empresarios de hace dos siglos, que materializaron el primer salto cualitativo de la vitivinicultura chilena.

Reiteramos que, a la hora de beber, seguimos en general sin saber mucho. Y queremos escribir aquí algunas verdades que a los ojos de los conocedores actuales pudieran parecer pecado, sobre todo si el segundo salto cualitativo lo vemos a diario.

¿Cuál es ese segundo salto? Que somos quizás el primer productor de vinos del mundo, en cantidad. Que las exportaciones aumentan prácticamente a diario. Que el vino chileno está, efectivamente, entre los mejores del planeta. (Y “el mejor”, insistimos, no existe). Que somos tan famosos. Que estamos tan orgullosos. Y nos seguimos ufanando. Sin siquiera saber que no sabemos mucho de este maravilloso producto que, por otra parte, nos identifica internacionalmente.

UNA MESA UNIVERSITARIA

Viví, hace cuatro décadas, una experiencia que permite explicar, por ejemplo, por qué en España sí saben de vinos mientras nosotros sabemos más de bebidas “de fantasía”, cuando nos sentamos a comer. Viví como universitario visitante en el Colegio Mayor Francisco Franco de Madrid, una experiencia que de seguro se replicaba en todos los establecimientos educacionales de ese nivel, a la  hora de los almuerzos. Veinte o más alumnos alimentándonos entre clase y clase y servidos “a la antigua” por mozos uniformados. En la larga mesa, tres o cuatro grandes jarras.., de vino tinto. Todos los jóvenes (yo también) nos servíamos las copas sin la menor preocupación de que se fueran algunos grados de más a la cabeza. La próxima clase comenzaba en media hora.

Nunca olvidé esos almuerzos, se mantienen en mi memoria cuando advierto que en Chile ocurre exactamente todo lo contrario. Aquello de España se llama aprender cultura del beber desde la época de estudiante. Educación desde la adolescencia. Lo de nuestro país, qué duda cabe, se aleja sustantivamente de ello. ¿Por qué esta forma de ser jamás nadie la pensó para nosotros y, en cambio, acá partimos de la base que beber una copa de vino en ambiente estudiantil o laboral es improcedente? ¿Incluso prohibido?

Como siempre, un problema de educación. Digamos, como ausencia de la educación cívica. Y vale la pena preguntarse si es o no demasiado tarde.

Resulta por lo menos incongruente que en nuestro país de gran producción vinícola, no nos caractericemos precisamente por ser realmente cultores del buen beber.  Y ojo! que esto no tiene que ver con la cantidad que ingiramos sino con el profundo significado, en varios sentidos, de una copa bien servida. Muchas veces, efectivamente, esa hipotética pero indispensable copa bien servida podría hacer la diferencia.

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