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Tiempos sin Ronroneo

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Ha sido raro este verano, después de un año inusualmente bizarro. ¿Quién nos hubiera dicho, en marzo de 2020, que finalizando febrero del 2021 seguiríamos en “modo Covid”? ¿Quién hubiera dicho que nuestra vida seguiría en un compás de espera agotador, en búsqueda de una normalidad todavía esquiva? ¿Quién hubiera pensado que poco o nada estaría claro todavía respecto de las reglas del juego en los más distintos ámbitos de nuestras vidas? ¿Quién hubiera pensado que el salir a veranear cuando y donde uno quisiera ya no sería algo obvio, o solo supeditado a lo económico pero no a imposiciones gubernamentales? ¿Quién hubiera imaginado que echarse en la arena a tomar sol y luego carretear por el litoral central sería normado por pasaportes Covid o Comisarias Virtuales?

¿Quién hubiera anticipado que el 1º de marzo del 2021 seria una fecha de acalorado debate político/sanitario respecto del iniciar o no las clases, y no un momento de estar frenéticamente comprando uniformes escolares? ¿Quién hubiera previsto que vivir bajo toque de queda por casi un año seria una realidad de la cual no podríamos escapar a pesar de habitar un país en democracia?

En definitiva, ¿quién hubiera pensado que el Gran Hermano sanitario se instalaría en nuestro verano, en la antesala del otoño y, lo que es peor, ocasionaría tanto daño, aun poco visible, en nuestra psiquis?

Porque creo que una de las cosas más duras de esta pandemia, y de la nueva y cruda realidad que nos ha impuesto, ha sido la prohibición de abrazarse, de tocarse, de expresar el afecto en esa forma tan ancestral. Incluso en los animales ello está presente. Sino, baste pensar en el placentero ronrroneo de un gato cuando comienza a ser acariciado. Una conducta que puede durar todo el tiempo que duren las caricias y cuyo sonido, además, es tan terapéutico para los humanos!

Este año sin ronrroneo ha afectado especialmente a nuestras madres y padres ancianos, quienes han debido sobrevivir a casi un año de falta de caricias, de abrazos o besos, muchas veces internados en hogares para adultos mayores donde ni siquiera han podido ver a menos de dos metros a sus hijos, nietos y parientes.

Lo anterior es grave si se piensa que diversos estudios han probado que en los ancianos, las caricias y los abrazos les ayudan a mejorar su capacidad de atención y de comunicación y que, incluso, pueden quitarles dolores, o frenar el avance del Alzheimer. Como señala la psicóloga Española Gema Sánchez, directora de la página web La mente es maravillosa, “se ha demostrado que el simple hecho de tocar a alguien mejora el desarrollo cognitivo y emocional, incluyendo la reducción de la susceptibilidad a la depresión o el enlentecimiento del avance de la enfermedad de Alzheimer”.

Otra realidad que se ha debido asumir a partir de la pandemia es la interrupción de tratamientos kinesiológicos, o de habituales, reparadoras y terapéuticas sesiones de masajes porque la  “distancia social” ha sido la norma de estos abrumadores últimos 12 meses.

Cientos de formas de expresión física del afecto han debido suspenderse y ello va haciendo mella. Nos damos cuenta que tenemos unas ganas locas de abrazar a nuestros amigos y seres queridos y que a veces rompemos un poco los protocolos y lo hacemos…

Los abrazos, apoyos y felicitaciones entre deportistas, pasando por la falta de público en los estadios, es una de las prohibiciones que han debido acatarse. También las expresiones de júbilo, como gritar o cantar a voz en cuello, abrazados en una fiesta. El baile, las multitudes compartiendo recitales de sus artistas favoritos, también. Incluso el sexo, que en muchos casos ha quedado suspendido por involuntarias distancias físicas, y que ha llevado al hoy llamado “sexting” o sexo virtual, es otra de las indeseadas consecuencias de el no poder tocarse. En fin. Es largo de enumerar todo lo que se nos ha quitado este último año en términos de expresión de afecto…

Pero si hay algo que hay que tener claro es que la  falta de contacto físico no es algo baladí; no es algo que se pueda  resolver con toquecitos en los codos, abrazos en el aire o besos lanzados a una pantalla de computador. El encontrarse con amigos –que a veces hemos dejado de ver por largos meses a raíz del encierro- y sentir que la manos y los  brazos se van solos a un abrazo, y que ello tenga que reprimirse, o que sea rechazado por el otro, a causa del miedo al contagio, es muy fuerte en términos psicológicos. Duele porque el valor del sentido del tacto es más significativo que el de otros sentidos.

Por ejemplo, se sabe que una forma de ayudar al desarrollo físico y emocional de recién nacidos muy prematuros es la “terapia del canguro”. Es decir, poner al niño sobre nuestro pecho una determinada cantidad de horas al día, sin separarse. Esos momentos de piel con piel de la madre o el padre con la guagua han mostrado ser mágicos.

Pero no es magia. Obedece al hecho que nuestra piel es nuestro órgano sensorial más extenso, y que el tacto , junto con el olfato son nuestros primeros sentidos. “El contacto piel con piel, especialmente en caso de prematuros, favorece el andamiaje somatosensorial de sus cerebros, optimizando así su desarrollo cognitivo, perceptivo, social, y también su desarrollo físico” explica la psicóloga española Victoria Sabater, formadora de psicología e inteligencia emocional en su país.

Investigaciones en ese ámbito han ido incluso más allá y han probado que los seres humanos somos capaces de percibir emociones a través del tacto, no solo de dar afecto a través de éste como lo demostró Matthew Hertenstein, psicólogo de la Universidad de Universidad DePauw, en Indiana en un estudio del año 2009. “En términos evolutivos, también hemos adquirido la capacidad de leer el estado emocional de los demás a través del tacto. Tocar y ser tocados es algo más que una necesidad biológica. Hertenstein indicó tras su estudio que “el tacto es una forma mucho más matizada, sofisticada y precisa de comunicar emociones, más versátil que la voz o la expresión facial”. Por su parte Victoria Sabater precisa que “a través del tacto podemos también percibir emociones en el otro y inferirle apoyo, consuelo, afecto”.

El psicólogo Michael Spezio, del Scripps College en EEUU, también hizo un estudio en el que concluyó que tocar no es solo una experiencia física, sino una experiencia emocional y un tipo de lenguaje; un mecanismo que permite también entender al otro y responderle sin necesidad de palabras.

Quizás aun no son del todo visibles y claras las secuelas psicológicas que dejará la pandemia del Covid 19 pero es claro que, tarde o temprano, las iremos viendo aparecer. Porque, además de todo lo duro que ha sido este periodo en términos económicos, sociales, laborales y familiares, es claro que también nos ha faltado un combustible crucial para la salud mental de los seres humanos: la de demostración del afecto a través del tacto.

Patricia Collyer
Patricia Collyer
Periodista y Psicóloga.

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