jueves, marzo 28, 2024
Edición Especial 50 años del golpe Cívico MilitarRecordar es bueno…sin memoria no existimos!

Recordar es bueno…sin memoria no existimos!

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Gratamente, mientras laboraba, recibi un llamado en el que se me pedía contar mis vivencias sobre el golpe militar desde mi experiencia como alumna de obstetricia de tercer año en la Universdad Austral de Chile; en un principio, dubitativa, comencé a recordar todo lo que sufrieron y han sufrido tantas familias por la vulneracion de sus derechos en lo que la libertad conlleva y el derecho a la vida, que crei que lo vivido era menos terrible o doloroso; sin embargo, al comenzar a mirar hacia atrás con detenimiento, me di cuenta que también bien fui víctima, situación que no había analizado con propiedad.

Mis abuelos paternos llegaron a Punta Arenas desde Yugoslavia, escapando de la guerra. En la historia familiar paterna, mi nona tuvo 5 hijos y 4 hijas, supe de niña que mi tía mayor había fallecido después de dar a luz a su primogénita por una infección puerperal, mi prima hoy tiene 80 años y una hermosa descendencia. Mis bisabuelos maternos vinieron desde España a Chiloé,mi abuela materna, que no conocí, tuvo siete hijos y falleció de cáncer cervico uterino a muy temprana edad. Debo agradecer la fortaleza, entereza, perseverancia y resiliencia heredada de mis antepasados, recordando que, en sus tiempos, era muy sacrificado sobrevivir y sostener la familia.

A los 16 años, estando en el Liceo de Niñas Sara Braun, di la prueba de aptitud académica y, habiendo obtenido un alto puntaje, fui la primera de mi familia en tener la oportunidad de lograr educación superior. A mi pololo de 19, le pedi que no siguieramos la relación porque no creía en el amor por carta; muchos años despues, nos reencontramos y nos casamos.

En marzo de 1971, mi papá trabajaba en la Corporación de Magallanes -CORMAG -, entidad creada para potenciar el desarrollo de Magallanes; me despedí de él, mamá,  hermano, familia paterna y amistades de mi barrio Fitz Roy, para irme a estudiar Obstetricia a la Universidad Austral de Chile en Valdivia, carrera de 4 años. Elegí esa universidad porque en el verano anterior, en la gira de estudios con mi curso, fue mi  primera opción de entre todas las universidades que conocimos en el país; me encantó el lugar, su edificación, sus espacios naturales  y la tranquilidad de la ciudad, nunca imaginé que tendría que convivir con las lluvias desde marzo a octubre, cada año.

Universidad gratuita

La universidad en ese tiempo era gratuita – de costo del Estado  de Chile –  sólo se pagaba una matrícula anual de bajo monto, pero había que tener dinero para pagar la pensión mensual y los pasajes de ida y retorno aéreo a la ciudad natal en invierno y verano; gobernaba el país el Dr. Salvador Allende, quien en la región habia logrado una alta votación con el 47,7% de votos, habiendo sido senador en dos oportunidades por la zona. La mayoría de mis familiares, vecinos y conocidos del barrio habian votado por él. Rcuerdo que durante su campaña muchas veces en las grandes cenas familiares – habituales en esos tiempos – con más de diez a quince comensales, se terminaban abruptamente, por grandes discusiones entre adherentes y detractores.

Ese año, llegado el primer sábado de marzo, tomé sola un avión hasta  Puerto Montt, con una maleta llena de ropa nueva y muchas ilusiones, contenta tomé el bus desde el aeropuerto al centro y al llegar le pedí a unos niños que ayudaban a los pasajeros en el terminal, que me llevaran a una residencial central, lugar donde me hospedé hasta el día domingo, momento en que se publicarían los resultados de las postulaciones en todo el pais, en el diario El Mercurio.

Me fui al paradero de buses para viajar por la noche a Valdivia; llevaba en mi bolsillo un papel con la dirección de la familia que me iba a dar alojamiento; en este tiempo la comunicación se hacia por carta, estas demoraban hasta dos o tres meses para llegar a destino pues se enviaban por barco; era impensable pagar el costo de una llamada telefónica, en caso de urgencia se utilizaba el telegrama.

Aprobé el primer semestre de mi carrera de matrona, cumpliendo 17 años y mi tutora de carrera me ofreció la posibilidad de estudiar Enfermería, programa especial de cinco años para lograr ambos títulos para cubrir las deficiencias en lugares aislados, con una mayor carga de estudio; lo vi como una oportunidad y lo acepté  junto con las otras nueve compañeras de un total de cuarenta de la carrera. Con ese grupo, nos titulamos en el tiempo indicado; les conté a papá y mamá por carta y en las vacaciones de invierno aprobaron  mi decisión.

El segundo semestre, me inicié como asistente de cátedra remunerada, del ramo de primer año “Orientación a la Obstetricia”, cargo que desarrollé hasta  el primer semestre de 1973; dado que iniciaba mi práctica profesional intensiva y ya no asistía a la universidad. Quiero destacar que los docentes de la U. en su mayoria, en esa época eran extrardinarias personas y expertos, tenían estudios de Postgrado en el extranjero, pagados por la universidad.

Aprendimos en las cátedras sobre determinantes sociales de salud, donde se hablaba de la inequidad respecto a las políicas e intervenciones en salud, situación ampliamente investigada en la actualidad, que identifica las diferencias de los grupos socioeconómicos en el logro de mejores o peores indicadores de salud; también de planificación y administración en salud para el logro de los objetivos;  de sexualidad humana con Master y Jhonson y la respuesta sexual humana – eran ramos de un semestre – ; de la planificación familiar y el método sicoprofiláctico que traían nuevas evidencias científicas y en la consulta de práctica, preguntabamos a las mujeres por la líbido y el orgasmo, considerando los altos niveles de estrógenos de los anticoncéptivos, pregunta incluída en la bitácora de atención y que permitía educarles.

La ética, los derechos humanos, los derechos sexuales eran parte del constructo universitario; conocimos en terreno en las zonas rurales, la extrema pobreza: deficientes viviendas de cartón con ventanas de plástico, galpones que cobijaban hasta diez familias separadas por paredes de lata, mala alimentación y desnutrición, niños y niñas durmiendo sobre pisos de tierra tapados con cueros de animal y el desconocimiento absoluto de la existencia de nuestro quehacer de las mujeres, que no tenian acceso a asistencia de salud profesional.

De hecho, la tesis de grado desarrollada con dos compañeras, en la zona de Malihue, fue estudiar la prevalencia del cáncer cervico uterino en las mujeres que vivían en ese sector – “en ese tiempo se decia que  en el esmegma del hombre estaba la causa de la enfermedad” – recorrimos la zona a caballo, sobre un camión lechero, de a pie, incluso debimos cruzar un puente colgante adhosado a un bote con una soga; colgaba de cada una, un bolso con el material para la toma de muestra que flameabamos con alcohol y esta se tomaba en el borde de la cama en cada hogar; la incidencia fue más alta que en el área urbana, a quienes recibieron diagnóstico positivo, las llevamos en una ambulancia desde su casa para su atención especializada al hospital regional, ninguna de ellas habia salido antes de su entorno cercano, fue una experiencia enriquecedora, pero muy triste a la vez.

Estos temas, que se volvieron a retomar lentamente en democracia desde los 90, dejaron de ser prioridad en dictadura, se dejó de estudiar sobre aquello, se expulsaron a los expertos docentes de las universidades que eran todas públicas, se dejó de entregar anticoncepción hubo que pedir ayuda externa, ello implicó que cuando aparece el virus de la inmunodeficiencia humana, no se disponía de equipos capacitados  con competencias para desarrollar consejería efectiva, en estas materias, junto con una ausencia hasta la actualidad, de educación sexual integral en el curso de vida.

Cultura patriarcal

Fueron las divergencias entre la política partidista, las ideologias conservadoras y religiosas, la cultura patriarcal y la ambición del poder, que impidieron avanzar en la defensa de la igualdad y la equidad de oportunidades para todas las personas, así entonces, nos encontramos ahora en el siglo veintiuno, donde persisten las desigualdades sociales, la violencia en todas sus formas, la discriminación, la corrupción y abuos de poder y la falta de ética social.

En el segundo semestre del 73, ya había cumplido 19 años; muy emocionada junto a mi grupo de estudio, ingresé a la práctica profesional con mi uniforme de alumna de obstetricia en atención hospitalaria en maternidad del hospital regional en Valdivia; no sabía si me gustaría, no sabía como sería, no sabía si sería capaz, no existían prácticas en fantomas, era todo real: era entrar a vivir la hermosa experiencia de recibir a un nuevo ser humano, único e irrepetible, quien trasciende la vida de su madre y padre; la primera vez, la emoción y alegría vividas fue para mi indescriptible y lo siguió siendo por siempre.

Entretanto, continuaban los graves conflictos cívicos militares en esa época era todo un caos; el 11 de septiembre de 1973, como todos los días me levanté temprano para continuar mi rutina de práctica profesional en asistencia de nacimientos; sin embargo, no me dejaron salir de la pensión dado que informan por la radio que se había producido un golpe de estado liderado por las Fuerzas Armadas y de Carabineros, apoyados por Norteamérica y opositores del gobierno, que había sido atacado y bombardeado el Palacio de La Moneda, destruyéndosetambién la democracia.

De lo que recuerdo del dueño de casa: “chicas, la ciudad está llenas de tanques y militares, buscando a los jóvenes universitarios a favor del gobierno y, en especial a los que se reunían en forma clandestina, preguntándonos si participábamos o no, yo no las voy a dejar salir a ninguna parte”. Fue muy angustiante, tuve mucho miedo, me parecía algo irreal, no recuerdo cuánto tiempo paso hasta que retorne al hospital a mi práctica; no sabía de mi familia, no me podía comunicar con ellos ni con mis compañeras, creo que tuve un bloqueo emocional importante, hoy le llaman stress postraumático;  nos íbamos enterando por las bandos emitidas, como termina con su vida el Presidente Allende y como se iban allanando los espacios universitarios y domicilios; lamentablemente fueron muchos quienes fueron aprehendidos en los primeros días y meses, con el paso del tiempo supimos que muchos compañeros habían desaparecido, se decía que se habían ido a otro país, que se habían escapado, pero esa no era la realidad:“ los habían desaparecido”.

No recuerdo cómo nos proveíamos de alimentos en esos días, ni el tiempo que pasó hasta que recibí la carta de mi papá, que me contaba cómo estaban ellos y mi familia, cómo habían perseguido a nuestros vecinos entre ellos un senador, un literato, un alcalde y tantos otros adeptos al Gobierno de la Unidad Popular, de cómo allanaron muchas veces los hogares cada día buscando no sé qué y requisando literatura marxista, y con mucha tristeza pero sin perder la esperanza de encontrar una solución al problema. Me informa en su misiva que lo habían exonerado a él y todo el equipo de la CORMAG; estuvo sin trabajo casi un año, logró entrar a la empresa Cervecería Polar, fueron tiempos complicados, lo superamos con fortaleza y amor. Fue muy difícil todo, no hay palabras para relevar lo que sentíamos o vivíamos, había toque de queda, se controlaba a todo quien circulara por las ciudades; las radios, las estaciones de televisión, los diarios fueron allanados y sus equipos detenidos, así como dirigentes que fueron ejecutados o desparecidos, se declaró ilegal el Partido Comunista y Socialista, se suspendieron los otros partidos políticos, se disolvió el Senado, se instaba a denunciar a los adherentes del gobierno por traición a la patria, entre tantas otras acciones de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

Eran tiempos de incertidumbre, de dolor, de miedos y angustias, sabíamos que la dictadura simbolizaba el patriotismo, el neoliberalismo, el autoritarismo, el anticomunismo; que se perdieron las confianzas entre las personas; que nadie se atrevía a opinar por temor y porque la libertad de expresión no existía, fue la cultura del miedo la que imperó, y así entonces, no fue fácil retomar mi actividad de práctica profesional.

Cuando volví al hospital todo era diferente, no estaban las mismas personas; tengo el doloroso recuerdo de vivir la amenaza a mi integridad, así como de matronas, personal paramédico, médicos y de las mujeres en proceso de parto. En cualquier momento y a cualquier hora del día o la noche, entraban los militares en patotas a la sala de partos, haciendo mucho ruido; con las pacientes casi desnudas o sin ropa adecuada para cubrirlas y, sin hablar se ponían, uno por cada camilla de parto, detrás de nuestras espaldas apuntándonos con su metralleta, en tanto estábamos asistiendo un nacimiento; ese lenguaje no verbal nos dejaba con el miedo del riesgo de perder la vida y la angustia de no poder asistir respetuosamente con un ambiente cálido a las madres, esto me confundía, me irritaba, me superaba.

Desconozco, lo que les pasaba a ellas después de vivir una experiencia tan al límite, teníamos que hacer todo muy rápido, cuando se producía el nacimiento de una guagua, se retiraban y retornaban en otro momento, hasta 3 o 4 veces al día, hasta que un día no llegaron más. No tengo recuerdo cuánto tiempo pasó; no teníamos oportunidad de continuar el seguimiento de la paciente por el sistema de práctica, pero recuerdo que más de una vez íbamos de a dos a visitarlas a la sala de puerperio, a escondidas. No sé si ellas habrán recibido alguna vez una disculpa o habrán sido honradas en un poema o en una investigación sobre esto,  tampoco supe si en los otros lugares hospitalarios pasaba lo mismo – quizás es una historia no contada  o que no conozco – tampoco tengo certeza si esto repercutió en las mujeres en el desarrollo de la crianza. Esto es parte de la historia y de los duelos vividos, que mis cercanos conocen y que a pesar de que han pasado cincuenta años, recordar es retornar a ese momento y, lamentablemente, esto se prolongó por mucho tiempo con el consentimiento de una parte de la ciudadanía para que se mantuviera la represión que duro largos años.

Al año siguiente, estando en práctica rural, el padre de una amiga me pide que acompañe a su hija a la fiesta de titulación de su novio, en un acto académico en el Internado de  la universidad. Hubo una hermosa cena con participación de titulados/as, familias amigos y las autoridades. Exactamente a las 0.0 horas, de ese viernes en la noche, cuando ya se habían retirado las autoridades y docentes, se iniciaba el baile; ingresan intempestivamente al patio tres buses de Carabineros, algunos jóvenes logran escapar y, a quienes quedamos, nos llevan detenidos/as a la Comisaría con la excusa de que no se les había pedido permiso a ellos para efectuar la actividad, situación que había sido solicitada por Rectoría ante los militares; así el abuso de poder, tal cual estábamos, nos subieron a las mujeres a un bus y a los hombres a los otros dos,  amenazándonos con sus armas.

Perplejas y asustadas suponíamos que nos verificarían identidad y nos dejarían libres; sin embargo nos llevaron a la cárcel y nos ingresaron separadas a distintas celdas. Recuerdo que nos hacían salir al patio a contarnos en la noche y madrugada, éramos seis. Al entrar y estando vestidas de fiesta, una mujer de como 40 años se acerca, se presenta como la líder, nos dice que estaba detenida por haber matado a su pareja con un hacha; ella nos metió en su celda – que era la única exclusiva con una litera, porque el resto era una amplia sala llena de camarotes  –  y allí estuvimos de pie, día y noche, no comimos, no tomamos agua, no nos atrevíamos a movernos. El día sábado, una gendarme nos dice que unos jóvenes estaban haciendo contactos con el Alcaide y el Rector para sacarnos, nos llevaron mantas para cubrirnos.

Ahí estaba, privada de libertad y sin contacto, dándole ánimo a mis compañeras que eran menores que yo, recuerdo que decía: “no se preocupen ya vamos a salir de aquí”, a las siete de la tarde cerraban la celda con candado, se sentía desde lejos el caminar de las gendarmes en cada lugar y el sonido de las rejas. Esa tarde de sábado no sonaron de inmediato, habían  llegado a buscar a cuatro compañeras de mi grupo y otras jóvenes de las otras celdas, porque el Alcaide había autorizado la salida con el  retiro efectuado por los padres; el padre de mi amiga la retiró a ella, pero nada pudo hacer para sacarme, por más que insistió que yo estaba de acompañante.

Fue el fin de semana más difícil de mi vida, con mucho temor, por cómo se vive el ambiente interno con las mujeres privadas de libertad. En esa época, no había nada que nos protegiera, quedamos desamparadas. El Rector, a quien se le autoriza el domingo, que  podía retirar  a las que no teníamos a los padres en la ciudad, andaba de pesca, por lo que sólo el día lunes, a las 7.00 de la mañana, pudimos salir. Mi compromiso personal fue hacer las cosas correctas en lo personal y lo profesional para nunca perder mi libertad. Cuando me titulé, tenía oferta laboral en la universidad; sin embargo, al día siguiente retorné a mi casa y cuando nos convocaron a recibir la titulación oficial no tuve interés alguno en asistir, no tenía motivación. Posteriormente, se privatizaron universidades, la carrera tenía costo mensual a cargo de los padres  con altos créditos e impuestos, y vino un difícil periodo de sobrevivencia para  los y las trabajadores aún cuando había campo laboral, era con inestabilidad y con cambios estructurales cada vez más deficientes y desprotegidos.

Abrazo la vida y la fe que mueve mi espíritu, agradeciendo que esté para contarlo.

 

 

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