lunes, abril 29, 2024
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Adelanto de “Café del Cerro: Miles de Voces Dirán que no fue en Vano”

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En el libro destinado a narrar la historia del emblemático local del Barrio Bellavista, espacio que acogió gran parte de la escena musical contestataria de los 80, la periodista María Eugenia Meza dedica un capítulo a los testimonios del accionar de los servicios de inteligencia y represión de la dictadura en su contra.

 La publicación, cuya investigación contó con el apoyo del Fondo del Libro del Mincap, estará disponible a partir del 8 de abril, cuando sea lanzada en el marco de un gran recital en el Teatro Caupolicán.

Amedrentamientos y ataques

Si bien la dictadura tuvo sus maneras de atemorizar a artistas y públicos de la contracultura, que pasaron desde la revisión de las letras de las canciones a prisión y amenazas de muerte, los incidentes graves posteriores a los primeros años son pocos.

Jorge Campos (Santiago del Nuevo Extremo) recuerda:

En el contexto había persecución y hostigamiento, a todos los Santiago nos amenazaban por teléfono o nos dejaban notitas cariñosas desde mucho antes del ciclo del Café.

Y el cantautor Eduardo Peralta se refiere a cómo esos episodios afectaban a la familia completa:

–Se vivía con el miedo. Mi madre salía llorando cuando iba a verme a un recital. La represión era parte del paisaje, como en todas las peñas.

Desde su doble visión de músico y filósofo, Daniel Ramírez reflexiona:

El arte es, en general, tomado como algo burgués, poco importante y raro. Y entonces no se le consideraba importante, porque no era un movimiento social, popular; no había cientos, miles de pobladores yendo a cosas de arte. Pese a que nosotros cantábamos en poblaciones y el trabajo no era solo artístico, también era político, muy pocos artistas fueron detenidos después del primer tiempo. A veces cerraban teatros.

En los 80 hubo una suerte de aparente dejar ser, tal vez como una forma de descomprimir el ambiente. Esto produjo la sensación de que el Café, quizá más que otros lugares, era un espacio protegido. Iván Valenzuela lo refiere así:

Yo no sé si uno era muy inconsciente, pero nunca tuve conciencia de estar en un lugar peligroso desde el punto de vista político, que alguien te fuera a…. Y deben haber estado; pero uno se sentía en una burbuja.

Al respecto, continúa Daniel Ramírez:

Estos espacios de libertad, como el Café, eran un espacio/tiempo. Porque en esos lapsos en que la gente se juntaba en ese lugar, vivía como si estuviera protegida por una especie de campo de fuerza, como en la ciencia ficción. Por supuesto, tal cosa no existía. Ese espacio de libertad, ilusoriamente protegido, generó en el artista una suerte de tranquilidad que no tenía en otra parte, totalmente ilusoria; pero el psiquismo humano no funciona solo de una manera racional, sino de manera afectiva. Y como nos sentíamos entre nosotros y la gente responsable del lugar era de nosotros, esa especie de familiaridad y el hecho de que el lugar fuera cerrado, de alguna forma amparaba una voluntad de expresión y de estar juntos. No es solamente la producción artística que ahí se hizo, sino el hecho de estar ahí, de ir a escuchar al grupo de amigos, de participar en un ensayo, ir a escuchar poesía… Entonces, el espacio de libertad es un espacio de encuentro, de realización humana. Es momento de tranquilidad, supuesta.

Realmente supuesta, como lo indican otros testimonios. La cantautora Rosario Salas confirma que los desconocidos de siempre sí estaban:

Iba la CNI; medio camuflados, pero iban. Se ponían en la parte de atrás, en el bar. De eso me acuerdo con horror.

También el jazzista Jaime de Aguirre recuerda la presencia de “gente de la DINA, es decir, de la CNI, dentro del Café”. Y lo mismo dice el comunicador radial Pirincho Cárcamo:

Tenían ahí un gallo permanente. Me daba risa, porque llegaba al más estilo Miami Vice. Era de la Marina. Al final, todos sabíamos que era soplón y él sabía que todos sabíamos, también. Pero Mario o la Maggie se encargaban de curarlo todas las noches y se iba más guasqueado que no sé qué.

Maggie se acuerda hasta hoy “de la cara del CNI y de que el [actor] Oscar Olavarría conversaba con él”.

El poeta y artista gráfico Toño Kadima relata un hecho muy particular, que reafirma esas presencias:

Al momento de mi detención por la CNI en el Cuartel Borgoño, el año 1983, un agente notó mi presencia. Se acercó y me comentó al oído que me compraba postales en el Café del Cerro… Por si no lo sabían, Mario y Marjorie me permitieron ganarme algo la vida con la venta de mis postales (6 x 1.000) en los intermedios del Café… eternamente agradecido…

José Segovia, Patara, de Arak Pacha y que vivió en el segundo piso del Café, recuerda una especial circunstancia:

Otra vez, un compadre que era muy de esos que andaba todo el tiempo ahí odiando, se fue en copeta y entró al baño para el lado de las oficinas y se le quedó el arma. Se la guardaron y al día siguiente la fue a buscar.

Mario Navarro, dueño del Café del Cerro, sin embargo, no confirma el hecho:

No me cuadra para nada esa historia. Me hubiera cagado de susto y no se la hubiera guardado.

Lo decíamos al comienzo, la memoria es selectiva y borra ciertos acontecimientos negativos.

En el programa por Internet Brujos, el coreógrafo Hiranio Chávez, director del grupo Chamal y uno de los primeros en tener taller en el Café, comentó que “veíamos también los problemas que se sucedían cuando, por ejemplo, iba un artista destacado y comprometido, que llegaban personajes muy extraños a provocar y a esperar afuera. Era muy complejo”.

En el programa completó esa percepción el académico e investigador Estanislao Pérez: “Eran formas de ahuyentar a quienes llegaban al Café. Porque normalmente los repertorios que había tenían un contenido subliminal respecto de la lucha contra la dictadura. No había motivo para censurarlos, porque siempre había una forma de eludir, o de tratar de eludir, la censura y, por lo tanto, como no había motivos suficientes para clausurar el lugar, se hostigaba y atemorizaba a quienes llegaban allá”.

La presencia constante del Café en los medios de prensa es posible que haya servido para proveer al local de ese campo energético de protección del que hablaba Daniel Ramírez. Comenta Mario Navarro:

No sé si me mando las partes, pero creo que el Café logró tanta trascendencia a través de los medios que nos hicimos como un paraguas. Hubiera costado quizá más cerrarlo o que le pasara algo. He hecho ese análisis, no sé si es mucho ego. Por otro lado, estábamos en plena dictadura y estaban pasando tantas atrocidades que lo que menos importaba era el Café. Y puede también que consideraran que lo cultural no era peligroso.

¿Agresiones? Sí, hubo… y más de una

Para la primera Protesta Nacional el Café estaba cerrado, por solidaridad, y le dispararon balines de goma a la puerta principal. Hasta hace unos años las marcas aún estaban allí, en la ahora entrada lateral del Club Chocolate.

Mario Navarro: Partimos con el toque de queda largo, pero después de la primera protesta se bajó. Cerramos el Café entonces y siempre lo hicimos, como una adhesión. Nos dispararon unos perdigones que quedaron en la puerta. Teníamos las pelotitas.

 Patara Segovia: Dos veces hubo atentados en la puerta principal; nos tiraron balazos cuando tocábamos las cacerolas, porque ya habían empezado las protestas y tocábamos las cacerolas.

 Marcelo Nilo: El Café fue un espacio colectivo de resistencia, y fue perseguido, censurado y atacado; por eso, más de una vez hubo que suspender conciertos por ataques incendiarios, avisos de bomba, etcétera.

Navarro también recuerda que el Café debió acoger a unos funcionarios de la PDI que investigaban la droga en Bellavista.

Nos pidieron un escritorio, una oficina y estuvieron un mes instalados; terminamos íntimos amigos con uno de ellos, Mauricio. Incluso hablaban de que había movimiento de droga en el Café, pero nosotros estábamos absolutamente libres de polvo y paja, porque no cachábamos. Me acuerdo de que un par de veces sentí olor a marihuana y me escandalicé.

Maggie Kusch (socia del Café y esposa de Mario): era tan cartucho que de nuestra casa echó a los Santiago del Nuevo Extremo porque prendieron un pito [risas].

Las historias suman. Y tienen diferente peso en la memoria de cada uno. Hernán Flaco Robles, presentador en los primeros años del local, narra lo siguiente:

Voy llegando al Café y se me acerca un hombre. De modo medio enredado me dice ‘soy de una radio de Rancagua y quiero hacerte una entrevista’. Y me mostró un montón de credenciales, mientras me decía cosas de una incoherencia absoluta. Me dijo ‘yo conocí a Frei Montalba’, entre ellas. Entramos a una oficina que estaba a mano derecha y nos instalamos a conversar. Yo ya cachaba de quién se trataba este tipo. No lo conocía, pero sospechaba. A los pocos momentos, golpean la puerta y es el Mario. Salgo a hablar con él y me dice ‘ten cuidado, porque ese es sapo’. Yo le contesto, ‘sí, me di cuenta’. Y entré. Y le digo: ‘¡Por dios, que uno no pueda estar tranquilo, que uno tenga que hacerlo todo!’. Para que no sospechara. Él estaba con su grabadora y me empieza a hacer preguntas. De pronto, me hace la pregunta clave: ‘¿ustedes aquí… hablan de cosas, hablan de cosas políticas?’. Y yo le respondí: ‘Mire, me da vergüenza lo que le voy a decir. ¿Sabe de qué hablamos? Hablamos del último Festival de Viña, del último casete que sacamos… de esas cosas hablamos, ¿me va a creer?’. Y después me tira: ‘pero… aquí ¿hay gente conflictiva?’. Esperando que le nombrara a alguien. ‘Por supuesto’, le dije. Ahí me enchufa la grabadora en la yugular y yo le digo: ‘Sí, hay gente conflictiva. ¿Y sabe quiénes son? Los envidiosos’. Nunca más. Creo que con el tiempo hice alusiones a ese momento, para reírme de ese tipo y por si había alguien más en el público en esa condición.

Claudio González, diseñador que durante toda la vida del Café tuvo su taller allí, cuenta una situación compleja, vivida de día.

Recuerdo que cuando secuestraron al coronel Carreño [en diciembre de 1987], fue una batahola. Los militares buscaron casa por casa en Bellavista y llegaron al Café del Cerro, vestidos de verde, mimetizados. Entraron y revisaron taller por taller; entraron al nuestro y vieron que había puros tableros de dibujo, ¿dónde lo íbamos a estar escondiendo? Todavía estábamos en dictadura, y el Café del Cerro igual era identificado como un sector de comunistas y todo lo demás.

 Daniel Ramírez concluye:

Estas formas de intimidación parecen ridículas en comparación con la gente que muere o que desaparece, o que muere en tortura. Probablemente, y tal como creíamos de modo ingenuo, no había entre los servicios de inteligencia de la dictadura un servicio artístico cultural. ¿O lo había? Había censura, eso sí.

 De los distintos calibres de la censura, sabe el humorista Ricardo Meruane, que actuó veinte veces en el Café, entre 1983 y 1990, a la par que hacía carrera en medios y lugares convencionales:

Cuando debuté en el Casino de Viña, me sugirieron que sacara una frase del emperador Augusto; en la disco Gente un CNI le preguntó a otro quién era el que había actuado recién y el otro le comentó que era uno que estaba listo para la horca; en Iquique, me fueron a invitar gentilmente a disparar al fuerte Baquedano; en la Fital en Talca, llegué a actuar un sábado y el viernes un CNI le había pegado a Platón Humor por hacer una rutina de Alfonsín con Pinochet. Después de actuar, un músico medio pelado, como yo, me dijo que me quedara en el camarín: un airado carabinero lo había confundido conmigo.

En la calle frente al  Café desde 1987 se había instalado una feria de artesanía, con permiso municipal. María Clara Ibarra tenía su puesto justo frente a la entrada del local. Ella y sus compañeros fueron testigos de muchas situaciones. Cuenta:

–Durante el primer año que estuvimos ahí, ese espacio fue visitado por muchas personas que trabajaban contra la dictadura. De todo el espectro. Y de ahí surgieron muchas conexiones importantes para hechos históricos del país. Al tiempo después, por el año 88, empezó a llegar la CNI también, como marcando territorio. Más de alguna vez nos tocó salvar de secuestros a personas a las que sabíamos estaban siguiendo, porque muchos compañeros se involucraron en acciones. Fue un tiempo muy tensionante para estar ahí en las noches. Éramos testigos de ello. Había todo un trasfondo. Otra vida en la misma esquina. Sucedían cosas heavy además de ser un marco romántico para parejas que paseaban por ahí, más de alguna vez nos tocó ver a un peso pesado de la CNI paseando por la feria. Mirando y cachando a todo el mundo. 

Quienes prestaban servicios para el Café y, además, lo hacían para otras organizaciones más cercanas a la resistencia, sufrieron las consecuencias de su valentía. Así lo cuenta Luis Calderón, que trabajaba con su hermano Pepe en la imprenta Yareta e imprimía afiches, flayers, boletas, facturas y todo lo que fuera necesario para el local.

–La imprenta se llamaba Yareta, porque esa planta, a pesar de crecer en el desierto de Chile, sale a flote. Y esa era la idea. Mario tenía una buena relación con nosotros y yo era el encargado de llevar los impresos. Eran tiempos difíciles y de admirable valor que el Café funcionara con tanta represión en dictadura. De hecho, nosotros éramos seguidos por trabajar para la Vicaria de la Solidaridad. Nos visitaba y espiaba la CNI y mi hermano con su socio fueron detenidos y torturados y toda su maquinaria requisada. Aquel día llegué tarde a trabajar… si no, hubiese corrido la misma suerte.

De humo y de fuego

Respecto a los atentados propiamente tales, Patara Segovia recuerda:

–Por lo menos hubo  unos cuatro o cinco. En las mismas actividades, en conciertos, una o dos veces tiraron bombas lacrimógenas y la gente tuvo que salir toda.

Y Mario Navarro cuenta la historia de una de ellas, aunque no estuvo presente:

Una vez en que estaban tocando los Días Felices, cuando hacíamos esos ciclos de rocanrol todos los viernes e íbamos pasando por los diferentes tipos de rock desde Ricardito, tiraron una bomba lacrimógena por el lado de la oficina. Yo estaba mucho fuera, no sé dónde andaba, así es que estaba la Maggie sola. Ella aguantó y después me contó. Nos quedamos con la lacrimógena, al igual que con los balines.

Roberto Lecaros, el gran maestro del jazz nacional, tiene grabado en la memoria otro episodio similar:

No se me ha borrado cuando llegaron los milicos y yo estaba tocando. En el Café estaban mi mujer y los niños, y por los tragaluces de las ventanas tiraron lacrimógenas. Quedó la cagá’, todo el mundo corría asustado y esperando qué más iba a pasar. Yo auxilié a mi familia y después de darles paños húmedos seguí tocando, lo que me acarreó aplausos y la gente se fue calmando… Nunca supe qué más pasó, pues el concierto era para mí lo importante y sé que la música tiene un poder muy grande.

En 1986, la noche antes del Primero de Mayo, las cosas subieron de tono con un ataque incendiario a una hora en que el local estaba cerrado. Tiraron dos bombas; una, en un baño del primer piso y la otra al segundo, donde estaba la sala del grupo de danza y escuela Espiral, de Joan Jara. Narra Mario Navarro:

Menos mal estaba Nelson, el nochero, que logró controlarlas rápidamente. Yo tomé unas fotos, que se perdieron, e hice un cuadro que decía ‘no a todos les gusta el Café del Cerro’. Estaba en el bar antiguo. Los espacios del Espiral los arreglamos muy rápido, pero el baño no lo arreglamos nunca. Quedó quemado, como testimonio. A mis sobrinos, que eran chicos, les daba susto pasar por ahí.

A la grabadora Verónica Rojas le tocó vivir muy de cerca las consecuencias de ambas bombas incendiarias, dado que su taller estaba debajo del estudio de Espiral y al frente del baño.

Viene un episodio, cercano a un Primero de Mayo. Como se quemó el piso de la sala de Joan, las brasas cayeron a mi taller. Todavía tengo piezas averiadas por esas brasas y las guardo como registro de lo que fue un episodio tremendo, de mucho daño al espacio. Y a la vez emocionante por la cantidad de hermandad que había entre todos los que estábamos adentro. En esa oportunidad, yo estaba debajo de una mesa, encerando, tipo 9 de la noche, estuve todo el día ahí, y entró Víctor Heredia y me invitó a pasar este mal rato, lamentando que hubiera ocurrido. Para mí fue tan especial este extremo de tanto daño por un lado y de tanta hermandad, por otro, lo vuelvo a repetir. Éramos todos una familia. Después entró Carloco; justamente ese día él estrenaba una obra que se llamaba Grite, pero despacio. Me quedé a esa presentación de él, que en paz descanse. Ese fue absolutamente el gran impacto dentro de un espacio común, con esas dos bombas que nos obligó a parar nuestro trabajo y a reparar.

Después de ese episodio hubo un aviso de bomba, que Mario tampoco vivió:

–De nuevo se lo mamó la Maggie sola. Estaba actuando Schwenke y Nilo y ella llamó al GOPE. El GOPE cerró toda la calle Ernesto Pinto Lagarrigue. Nelson [Schwenke] explicó lo que pasaba. Salió toda la gente al patio. Revisaron y dijeron ‘no hay nada’. Entró toda la gente de nuevo. De las 300 personas que había, una sola pareja se fue. Dijeron ‘no, mala onda’.

Por cierto, Marcelo Nilo tiene el recuerdo en la retina y en la punta de la lengua.

Se vivieron cosas muy intensas en el Café. Una noche en que estábamos en medio de un concierto, llegó la policía. Desalojó, buscando no sé a quién o no sé qué. A esas alturas nosotros y mucha gente entendíamos que esas acciones eran de amedrentamiento y que la dictadura las desarrollaba contra los artistas y espacios culturales de manera sistemática: anuncios de bombas en nuestros conciertos los vivimos en más de una ocasión y en distintas ciudades. Pero la anécdota maravillosa no fue lo de la bomba, sino que todos los que estábamos en el recinto, trabajadores, público y nosotros los músicos, nos dimos vuelta por las inmediaciones del Café un rato y, cuando carabineros abandonó el lugar, poco a poco fuimos volviendo y al ver la decisión que cada uno de nosotros tuvo, de no ceder ante el amedrentamiento del régimen, a pesar del miedo, recomenzamos el concierto con más fuerza, convicción y alegría en nuestros corazones. Esa actitud colectiva que relato fue la que nos ayudó a enfrentar y soportar tanta maldad.

Eugenio Llona, poeta y por entonces representante de Inti Illimani también vivió uno de estos atentados:

Tengo la impresión de que ninguno de nosotros pensaba en la instrumentalización del Café como para algo programadamente  antidictatorial. Era una cuestión más bien vivencial, más de la vida corriente. Un espacio donde nos podíamos encontrar, donde lo pasábamos bien y, de pronto, teníamos problemas más o menos complicados con los servicios aquellos, no sé qué repartición de todas las malvadas. Me acuerdo de haber estado en, al menos, dos. En una de ellas, nos –digo ‘nos’ porque el Café era nuestro, de todos, no solo de Mario y la Maggie– tiraron un artefacto por la ventanilla del baño que daba a Antonia López de Bello. Y probablemente tenían a alguien dentro del Café que cerró el baño con llave y se fue. Entonces nos dimos cuenta un poquito tarde, cuando se estaba quemando la puerta del baño. La estructura era bastante frágil, de madera, y por lo tanto fue una cuestión bien arriesgada, pero lo logramos apagar… yo creo que con más alcohol que agua, y se resolvió el tema. Esos temas se resuelven, pero el temor queda.

No solo en el espacio mismo del Café sus artistas fueron agredidos. También en las inmediaciones e incluso más lejos. El brazo de la represión era largo. Andrés Valdiviezo narra lo siguiente:

Una vez, Carlos [Carloco] me advirtió que, al parecer, entre el público había unos agentes de la CNI. Yo no le di mucha importancia, pero, al salir en la citroneta y al llegar al puente, nos interceptaron y lanzaron unos balazos al aire; sin duda, ellos comenzaban su noche y estaban muy alegres disparando.

En el mismo puente, el compositor, folclorista y recopilador de la música nortina Osvaldo Torres vivió una situación aún más dramática, que pudo haber tenido consecuencias muy graves:

Una vez saliendo del Café, no me recuerdo exactamente si había estado cantando o fui a ver a alguien, pero andaba con mi guitarra, me atraparon en el puente Pío Nono. Unos tipos, como a las 2 de la mañana me dijeron: ‘¡Osvaldo Torres!’. Yo pensé que era gente que me conocía. Les contesté ‘¡Ah! ¿cómo están?’.  Y me agarraron, me tiraron del puente al Mapocho con la guitarra que me habían regalado de Canadá. Y fui a aparecer allá… pff… caí en el agua felizmente.

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