martes, mayo 14, 2024
CrónicaLa razzia, el hospital y… el cáncer gay

La razzia, el hospital y… el cáncer gay

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La cama, apretada entre un muro y el estrecho corredor muestra sobre la cabecera, viejas (y bucólicas) imágenes de un Chile retenido en la memoria de uno de sus moradores, quizás sacadas de un calendario de panadería o tal vez de antiguas revistas de turismo. El volcán al fondo o el lago majestuoso, pasados los años, habían perdido su color. En el estante al lado, discos de Adamo, Ginette Acevedo, Hervé Vilard y otros que hicieron de la juventud de los 60 la alegría de malones y fiestas hoy ya casi olvidadas.

«Es la herencia que van dejando los que ya partieron- cuenta Ernesto- porque ni los familiares ni los amigos más cercanos nos quieren ver». Se refería, claro, a un grupo de chilenos, casi todos provenientes de Arica que, huyendo de la «razzia» desatada por los militares después del 11 de septiembre de 1973 contra los homosexuales, decidió cambiar los aires nortinos por la libertad que les proporcionaría Brasil, país quizás más tolerante que el que abandonaban para vivir sus amores con mayor tranquilidad.

Sin embargo, nadie podría suponer en los idos de 1973 o 1974 que un virus podría acabar años más tarde con la alegría aparente con que el grupo enfrentaba la vida. No importaba llamarse René, Miguel o Fernando. En Sao Paulo se podía ser «Paloma» o el nombre que se quisiera adoptar. Lo que importaba era la marca registrada en centenas de trajes de novia paridos por suaves y hábiles manos. Tampoco interesaba llorar por los días de gloria que un día le brindaron a Ernesto aplausos y jornadas de trasnoche cada vez que el teatro cerraba sus puertas.

Atrás habían quedado una madre viuda y revistas «Cine Amor» y «Foto Suspenso». También el recuerdo de Susana Bouquet y Pepe Rojas, sus maestros en el escenario. «Sabíamos que aquí sería difícil volver a ser lo que éramos en Chile, pero nadie nos apuntaría con el dedo», dice el ex actor.

Los primeros en caer, suponían, se debían al cáncer: «Así de fulminante. No daba ni siquiera tiempo para pensar en otra cosa. Sus cuerpos se demacraban como una hoja cuando se seca y del muchacho bonito, cuidado al extremo, sobraba apenas un montón de huesos cubierto por una carcaza amarillenta, ajada». Eran los primeros años de la década del 80.

«La verdad es que no nos preocupamos mucho», recuerda Ernesto. Y no había de qué preocuparse, hasta que las primeras informaciones provenientes de los países desarrollados comenzaron a hablar del Sida o cáncer gay como el prejuicio enseñaba en esa época. «Tuvimos que hacer lo indecible para aceptar que el virus podría estar también en nuestro cuerpo y nos fuimos aislando del resto de los seres queridos por temor a contagiarlos aunque fuera con un simple beso».

Difícil era, entre tanto, contarle a la familia que habían dejado en Chile. Saber que los días estaban contados tenía, para el grupo, quizás la misma certeza del condenado a muerte. «Si el primer año partieron 5, al año siguiente la lista creció casi al doble». Uno tras otro, la comunidad gay de chilenos en Brasil fue desapareciendo. Los que tenían pareja única prácticamente se «casaron» con éstos y la espada de Damocles, que por algunos años pendía de sus cabezas, parecía alejarse definitivamente.

«Es lo que yo creía a mi respecto y nunca más me preocupé», narra Ernesto. Hasta que fue internado por primera vez en el Hospital Emilio Ribas, un centro asistencial que, de tanto recibir portadores positivos del VIH, se transformó, definitivamente, en el hospital del Sida. «Primero fue una indigestión que duró más o menos una semana. Luego una neumonía y así, cada vez eran más graves mis dolencias», reconoce.

El Estado brasileño, haciendo esfuerzos ininteligibles para quienes habitamos al lado de la cordillera, importa los primeros (y caros) fármacos. Única posibilidad de sobrevida. Sin embargo, los efectos colaterales los volcaban al suelo. «Sentía náuseas y un indescriptible dolor de estómago». Pero la necesidad de continuar viviendo y sin pensar en transformarse en conejillo de Indias, aceptaba todo lo que los especialistas recomendaban.

«Lo único que lamento -cuenta Ernesto postrado en su cama- es no poder despedirme de mi viejita». Sus días, al igual que la de decena de otros que ya habían fallecido, estaban contados.

A su lado un perro chiquito ladra ante la presencia del periodista. Es el «Poroto», celoso guardián de su amo. Más allá, Alberto, su pareja, nos pide para que lo dejemos descansar. Teme que el esfuerzo lo desgaste y le sobrevenga una nueva crisis de tos.

Nota del redactor: Ernesto falleció pocos meses después de publicada esta nota. Su madre nunca se enteró de la enfermedad que le quitó la vida a su hijo

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