Lo primero que le habría dicho al ministro Jackson por su frase que destila una supuesta superioridad moral sobre las generaciones anteriores es que él aparece como un joven insolente, arrogante y le habría sacado en cara que gracias a los “viejos” él llegó adonde ha llegado. No en vano, los “carcamales” de la ex Concertación se abstuvieron de presentar candidato al Congreso para que el hoy ministro pudiera ser elegido diputado sin competencia.
También lo habría llevado a mirar el memorial con los más de 600 mártires del PS asesinados por la dictadura y, en un plano mayor, lo habría hecho visitar el memorial del Cementerio General, la fosa de los fusilados en Calama, la ex villa Grimaldi, Londres 38 y los centros de detención y tortura de la Dina y la CNI.
Hoy estoy más viejo y pertenezco a esa generación que luchó contra la dictadura y que Jackson acaba de menospreciar.
Pero, antes de seguir criticando a Jackson, me acordé que yo también fui joven alguna vez, que metí la pata y también me comporté en forma insolente y arrogante frente a los “viejos” de antaño.
Porque, errores más, errores menos, la sociedad chilena necesita la frescura y vitalidad de la juventud para seguir avanzando. Si no fuera así, seríamos todos un montón de viejos, unos de cuerpo y otros de alma, y quedaríamos atrapados en una sociedad petrificada.
El chupado
Recuerdo perfectamente que fue un día de agosto de 1988, poco antes del plebiscito, a la hora de almuerzo, en el “casino” del diario Fortín Mapocho, que tenía una enorme palmera llena de murciélagos y que se ubicaba en el patio de la vieja casona de calle Agustinas.
Yo tenía 25 años y comía en una mesa con otros compañeros jóvenes. En otra mesa estaban Alberto “Gato” Gamboa, Carlos Cádiz, Oscar “El Casca” Vásquez, Lucho Guersetti, “El Chino Guillermo Ravest e Ibar “El Chupado” Aibar.
De pronto comenzó una conversación sobre si en Chile era posible una revolución para sacar a Pinochet. Uno de los “viejos” comenzó a criticar a “la juventud actual”. Era Ibar Aibar, editor del diario.
“Qué van a hacer la revolución estos cabros pasa’os a leche. Son la generación del yogur”, dijo Aibar. “No se suenan ni los mocos y van a hacer una revolución”, agregó.
Yo me paré indignado y le grité delante de todos: “Qué hablai voh viejo weón. Por culpa de ustedes tenemos a Pinochet en La Moneda. Ustedes son la generación de la derrota, nosotros vamos a sacar a Pinocho mientras ustedes se van a ir derechito al cementerio”.
Y volví a sentarme en medio de los aplausos de mis compañeros jóvenes.
Con “El Chupado” Aibar veníamos de trabajar juntos en la revista Cauce, donde entré a colaborar en 1984 y donde él era editor y yo reportero. Después nos encontramos de nuevo en el Fortín.
Aibar trabajó en el Clarín, estuvo preso en dictadura en el Estadio Nacional y en el campo de prisioneros de Chacabuco y vivió un duro exilio en Francia, donde ayudó a organizar a los chilenos que llegaban allá expulsados de Chile. Salió en las listas que publicó Pinochet y, en vez de quedarse en París, decidió volver al país, arriesgándolo todo, para colaborar en la recuperación de la democracia. Aportó en Cauce y en el Fortín, donde un mozalbete insolente lo increpó delante de todos.
Siempre fue muy caballero y respetuoso, tenía trato tranquilo. Fumaba mucho y vestía elegante, con pañuelo al cuello y su infaltable boina.
Al día siguiente, yo le ofrecí disculpas al Chupado, pero se notaba en su mirada una tristeza profunda.
Después de estar unos años en Chile, en 1995, decidió regresar a Francia con su mujer, porque no encontró un lugar donde lo valoraran como debía. Y se fue con la amargura de haber dado tanto y apenas recibir la indiferencia de muchos y también el trato indolente de un muchacho que no supo aquilatar el aporte de sus años de experiencia.
Aibar murió en el 2004 en Francia. Aún cargo con la sensación de que tal vez con esa acción, un día de agosto de 1988, pude haber contribuido también a alejar al Chupado Aibar de su querido Chile.
