Periodista y Psicóloga.
Cuando se habla de delincuencia, lo primero que se piensa es en aquellos desgraciados personajes que aparecen en la crónica roja y amarilla de los medios de comunicación. Ladrones, monreros, cogoteros, mecheros, asesinos, entre algunas de las más variopintas especialidades del “rubro”. Se ha creado hasta una ciencia que los estudia –la criminología- y se busca responder a preguntas como ¿se nace o se hace delincuente?, describiéndose, asimismo, diversas variables que explicarían por qué un ser humano se transforma en malhechor.
Cuando algún conocido nuestros es víctima de uno de estos desalmados, o vemos por la tele hechos protagonizados por ellos, nos llenamos de rabia, angustia, odio y repudio. Los encontramos unos seres detestables, crueles y despiadados que incluso osan asaltar a viejitos pensionados cuando van a cobrar sus minúsculos emolumentos. O que roban autos y casas llenas de niños a punta de pistola, insultos y violencia.
Nos escandalizamos de sus conductas y nos cuesta aceptar que haya seres tan despreciables y siniestros. Las policías los capturan, la ley los encausa y el sistema los encarcela una y otra vez, mientras ellos se multiplican por mil y nos sorprenden en forma cotidiana con nuevas tropelías. Son esa lacra que nos escandaliza, a la que también llamamos “patos malos”, “malandras”, “flaites”, entre otros adjetivos.
Sin embargo, ellos representan solo una mínima parte de la llamada delincuencia. Y aunque cueste concretarlo, los patos malos antes descritos reciben castigos y sanciones. Sin embargo, al lado de ellos, hay un inmenso mundo de delincuentes mucho más avezados y más peligrosos porque actúan en forma mucho más solapada y organizada. Son, por ende, mucho más difíciles de detectar y combatir. Y desde luego, de apresar y encarcelar. Se trata de los llamados delincuentes de “cuello blanco”.
Estos últimos, en comparación con los delincuentes de cuello sucio, no viven en la población 4 ni figuran en los manuales de criminología. Son personajes de barrios lindos, generalmente criados en cunas de oro, de exclusivas relaciones sociales, que viven sus vidas como dueños del mundo, como ganadores eternos e intocables.
Son aquellos que dictaminan nuestra forma de vivir y morir. Son quienes se apropian de nuestra plata para la vejez, la trabajan por larguísimos años, ganando fortunas con nuestras monedas, y nos entregan una jubilación miserable, haciéndonos sentir –además- que nos han hecho un inmenso favor y que gracias a sus loables iniciativas empresariales, tenemos un fantástico sistema previsional que ni en sueños se compara con ese “fracasado” y “añejo” sistema de reparto de nuestros padres y abuelos… Se lo creen a pies juntilla. O dicen hacerlo, porque por ejemplo, a la hora de los quiubo, las Fuerzas Armadas se restaron del “espectacular” nuevo sistema.
Estos delincuentes de cuello blanco nos han hurtado por décadas nuestro dinero pero no tienen ficha de delincuentes sino de prohombres de las finanzas, dignos de elogios en diarios que son propiedad de otros señores de cuello supuestamente inmaculado y que acumulan más prontuario que el pato más malo de las noticias policiales…
Son aquellos que se fabrican leyes a su amaño, para robar no como ladrones de poca monta, sino en grande. Son los que se han apropiado del mar, de las montañas, de los ríos y las aguas de nuestro país, desde que tenemos memoria. Son los que en otros países inventan guerras para hacerse del petróleo y de las inmensurables ganancias que da la industria bélica. Son los que, si es necesario, negocian con los narcos y después rasgan vestiduras.
Son los que se han hecho fortunas a través de la industria de la salud, del negocio de la Banca y a partir de los juegos en la Bolsa. Los que, en años en que todos los de a pie sufren los embates de la pobreza, ellos aumentan sus riquezas en cifras siderales.
Son los que profitan de la educación, creando otra industria a partir de este rubro, contando por décadas y centurias con las bendiciones de legisladores y mandatarios para ello.
Estos patos malos, a diferencia de los malandras de “bajo pelo”, forman parte de la galería de próceres de la Patria, hijos, nietos y biznietos de fundadores de negocios turbios pero ancestralmente aceptados y alentados por el poder. El poder del dinero.
En 18 de octubre de 2019 un lote de escolares se cabreó de ellos y dio el vamos a una escalada de hartazgo que se transformó en un movimiento gigantesco a nivel nacional. Fue el basta a este tipo de delincuencia, una que ha venido modelando la forma como vivimos y como moriremos a través de iniciativas que han transformado la satisfacción de nuestras necesidades básicas en lucrativos negocios. Si no baste recordar cómo nos movilizamos y nos comunicamos, donde compramos (especialmente en pandemia), donde estudiamos, donde nos atendemos las enfermedades. En fin. En grandes negocios, que están en esas pocas manos que constituyen en 1% del país y se llevan el 99% del dinero.
¡Eso es ser malandra! El resto es la “pyme” delictual, probablemente compuesta en forma amplia por seres que nacieron en lugares donde no alcanzaron a llegar ni las sobras del mundo de cuello blanco. Lugares que, como dicen los múltiples tratados sobre criminología, son caldo de cultivo para la delincuencia, la de cuello sucio, que roba al viejito pobre su pensión de un mes, pero no la de la vida entera…
