miércoles, mayo 1, 2024
Opinión25 años de un conflicto armado

25 años de un conflicto armado

Foto: Patricio Muñoz Moreno

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En diciembre de 1997, en la comuna de Lumaco (región de la Araucanía) fueron quemados tres camiones de empresas forestales. Comenzaba así, en el centenario conflicto entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche, una fase marcada por la violencia política. En estos días, autores como Genaro Arriagada (El Mercurio, 8 de mayo) y Antonio Ramos (Pagina 19, 13 de mayo) se preguntan si lo que se desarrolla en la zona es una suerte de guerra de guerrillas. La interrogante tiene una doble importancia: primero, llamar por su nombre a lo que sucede en la región, y segundo (si ello es efectivo) la evaluación política de la disputa adquiere otro cariz, en particular, respecto a las políticas de seguridad.

Todo Estado tiene la obligación del control de su territorio haciendo uso de la fuerza legítima que le confiere el ordenamiento legal. En el caso de un régimen democrático, esta labor debe ser realizada respetando los Derechos Humanos, y en lo posible, con altos niveles de eficacia y eficiencia. Crecientemente, desde fines de los años 90 del siglo XX, esta función ha sido imposible de realizar en varias zonas de la IX región y algunos sectores de dos comunas de la VIII región (Biobío). La pérdida del control territorial se ha expresado en ámbitos tan diversos como la Justicia, la Salud, o la implementación del Censo.

La demanda mapuche es ampliamente compartida en la sociedad chilena. El despojo y los abusos sufridos por este pueblo en la segunda mitad del siglo XIX, provocó una inmensa deuda material y simbólica por parte de diversas instituciones de la República. Las políticas reparatorias (entrega de tierras, etc.) implementadas a lo largo del siglo XX, y en particular desde la recuperación de la democracia, fueron claramente insuficientes. Las movilizaciones y las tomas de predios han sido parte de la reacción de las comunidades a las limitadas iniciativas de los gobiernos democráticos de los años noventa a la fecha.

Un conflicto multifactorial como este, tiene actualmente en la seguridad una de sus dimensiones más urgentes. Hace una década lo describíamos como uno “acotado geográficamente, cíclico y con organizaciones identificables, donde los episodios de violencia aguda eran esporádicos”. Hoy en día estas aseveraciones han sido claramente rebatidas. Hay una evidente agudización de las acciones de violencia en el transcurso del tiempo. Sin embargo, no se trata de organizaciones de la magnitud de las colombianas, peruanas, u otras que han existido en la región. No obstante, vale la pega preguntarse si alguien se imaginaba a principios siglo, la magnitud de las acciones de violencia realizadas por las orgánicas mapuche.

Un ejercicio comparativo respecto las organizaciones armadas mapuche, nos lleva a encontrar semejanzas con movimientos etno-nacionalistas, tanto de América Latina (Zapatismo, EGTK) como internacionales (ETA Político-Militar o ETA Militar). Estos movimientos han tenido distintos derroteros, pero en general han demostrado escasa vocación negociadora, a diferencia de las guerrillas de tradición más claramente marxista (como el M-19 o las FARC). Las organizaciones mapuche también coinciden con otras experiencias de la región en la  tendencia a relacionarse con el delito común, básicamente por necesidades de financiamiento; de allí los vínculos con el robo de madera, de vehículos, o la producción y comercialización de drogas.

Hoy presenciamos una agudización de las acciones armadas. Lo anterior se manifiesta  en indicadores como la cantidad de víctimas ocurridas en los últimos meses (7 en total), el número de presos reivindicados por los grupos autonomistas (medio centenar), el despliegue de militares en dos regiones (por el Estado de Excepción Constitucional “acotado”) y, el aumento de la destrucción de maquinarias y equipos de las empresas forestales. Otras variables que se pueden agregar al diagnostico planteado por articulistas como Arriagada y Ramos son: a) el ostensible aumento del contingente insurgente, de acuerdo tanto al número de atentados, como a sus propias acciones de propaganda armada; b) la ampliación del abanico de acciones violentas; las que comenzaron con incendios, y hoy escalan al amedrentamiento de autoridades nacionales (como el ocurrido a la Ministra del Interior, Izkia Siches en Temucuicui) y los ataques sufridos por mapuche sindicados como “yanaconas” (a Santos Reinao y eventualmente el homicidio de Segundo Catril) y, c) la relativa superación de la capacidad de fuego de Carabineros y la PDI, instituciones que en general, no están entrenadas para acciones anti-guerrilleras  o anti-subversivas.

No obstante, los aspectos que singularizan a las organizaciones armadas mapuche son de mayor significación. Comencemos por su dispersión: al día de hoy existirían al menos 7 organizaciones que reivindican la lucha armada; algunas de ellas de perfil más tradicionalistas (“fundamentalista” se podría decir), y otras con rasgos guevaristas. Un elemento singular de esta experiencia armada son los vínculos que desarrollan los grupos con los instituciones ancestrales, y por tanto con las autoridades tradicionales de las comunidades. Sin embargo, tal vez el aspecto más importante lo constituye la división al interior del mismo pueblo mapuche, entre comunidades y organizaciones que reivindican las demandas históricas a través de métodos políticos (movilizaciones o actos de fuerza), con las prácticas desarrolladas por estas orgánicas, crecientemente militarizadas.

En la actual coyuntura, el aumento de las acciones violentistas podrían relacionarse a importantes acontecimientos políticos nacionales en curso: como intentar mejorar la posición negociadora frente al futuro proceso de diálogo anunciado por el Presidente Gabriel Boric; o una mayor visibilización de la demanda mapuche en el marco de la redacción de la Nueva Constitución, o incluso, incorporar en los procesos señalados una amnistía al creciente número de presos pertenecientes a las organizaciones armadas.

Sean cual sean las respuestas a las interrogantes planteadas, el escalamiento de la violencia por parte de los grupos mapuche, sólo entorpecerá el proceso de diálogo impulsado por las nuevas autoridades de gobierno. El ejercicio de acciones armadas por parte de uno de los actores representa una desventaja para los otros sujetos de la ecuación, para sus intereses y demandas. Otro motivo lo constituye la dinámica propia de una guerra de guerrillas, y su consiguiente combate. Así, la necesidad de aislar política y socialmente a estos grupos armados es fundamental para el éxito del proceso, largo e integral, que debe encausar la legitima demanda del pueblo mapuche; en el marco de una República, que por primera vez, reconocerá a los diversos pueblos que la integran.

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