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Jean Nicolás Arthur Rimbaud: Una Temporada En el Infierno

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Este es un título memorable, como también lo son otros de Rimbaud: “El Barco Ebrio”, “Iluminaciones”, o “El Aguinaldo de los Huérfanos”, “El Corazón Atormentado”. Pocos son los ejemplos de una poesía tan visceral, emocional y original en la historia de la literatura en los siglos anteriores. Tal vez algunos románticos e idealistas alemanes como Hölderlin, Schiller, Heine, o Rücker, o quizás, en su propio tono y época, Safo; en la antigua Grecia y algún poeta romano, como Catulo. Rimbaud anticipa la poesía contemporánea, exponiendo la angustia del individuo frente al mundo de un modo nuevo, distinto al discurso filosófico e, incluso, nuevo respecto a los diversos discursos de la literatura de entonces.

 ¿Quién fue este poeta, llamado “maldito”, este ícono de la rebeldía; quinta esencia del “enfant terrible”, este poeta-vidente de las letras y de las artes universales? Jean Arthur Nicholas Rimbaud nació en Charleville Méziéres en 1854 y muere en Marsella en 1891.

Una vida breve, brevísima, como en muchos casos de grandes genios, pero también de individuos anónimos que pueblan las edades, aunque no una vida rara: apenas 37 años de un periplo intenso y errático; como si quisiese encontrar un sentido para su existencia; no un destino, sino un sentido en medio de una época convulsa, casi como todas las épocas: apenas 6 años dedicado a las letras para después entrar en lo profundo de la vida y llenar las interrogantes de silencio y más silencio.

Un poeta-vidente

Para la historia de la literatura, fue un poeta simbolista, transgresor de los formalismos de su época, un anunciador del surrealismo y de la poesía moderna contemporánea; un poeta-vidente como él mismo creía que debía ser el oficio del poeta. Creador de una poesía nueva, de una revelación nueva, y para la cual no había retórica: hubo de intentar un nuevo lenguaje que pudiera expresar el comienzo de una época profundamente contradictoria y decadente, a pesar de una aparente prosperidad y progreso sin par en la historia.

  ¿Qué visiones podía revelar el poeta?, ¿acaso los sutiles e imperceptibles signos de la descomposición y una decadencia que devendría al paso de un siglo nuevo y a través de una belleza terrible?: “En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones y en el que se derramaban todos los vinos. /Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas./ Y la hallé amarga. Y la injurié./Me armé contra la justicia./Me escapé./¡Oh, brujas, oh miseria, oh rencor! ¡fue a vosotros que confié mi tesoro!/Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana.”

Rimbaud no cumplía los 20, era solo un muchacho y ya se nos rebelaba furibundo y sin esperanza contra el mundo: “Sobre toda alegría, para estrangularla, di el salto sin ruido de la bestia feroz/Llamé a los verdugos para morder las culatas de sus fusiles en la agonía. Llamé las plagas para ahogarme en la arena y la sangre./La desgracia fue mi dios./me tendí en el cieno./Me sequé con el aire del crimen./Y le hice muy malas pasadas a la locura.” Este es el Rimbaud de “Una temporada en el Infierno”, editado en 1873, pero dado a conocer décadas después cuando el libro fue hallado, todavía embalados los 500 ejemplares de una primera edición, en el desván de una vieja casa posteriormente demolida. Rimbaud, posiblemente no tuvo el dinero para retirarlos de la imprenta, o decisiones que desconocemos, le hicieron abandonar París y olvidarse del asunto.

De este modo, podía revelar la incapacidad del lenguaje para expresar la belleza y a la vez la angustia existencial del hombre moderno mucho antes que deviniera la decadencia moral y espiritual de occidente la segunda mitad del siglo XX. La verdad es que nada nuevo, o que algún artista de ese siglo no se haya atrevido a anunciar, como el mismo Víctor Hugo, contemporáneo suyo; que nos lega su formidable novela “Los miserables”, un fresco de la condición humana, de la sociedad de su tiempo, que dijo de Rimbaud: “nuestro Shakespeare niño”, o incluso el mismísimo Nietzsche no haya anunciado: “No hay hermosas superficies sin terribles profundidades”.

 

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