sábado, abril 27, 2024
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De dolores y bichos raros

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En la noche del 4 de septiembre de 2022 se instaló en nuestros cuerpos vencidos -en forma inequívoca  y brutal- esa maldita sensación. El 38% que habíamos perdido sin atenuantes el plebiscito de salida éramos unos bichos raros.

¿Cómo es que habíamos creído que un mundo mejor era posible? ¿Cómo es que pensábamos que lo correcto era cambiar lo malo, lo dañino, lo insuficiente? ¿Cómo era posible que ese día fuéramos tan pocos si habíamos sido tantos? ¿Cómo habíamos saltado de mariposas a bichos raros?

Porque desde esa noche todo se tornó nebuloso y confuso y la sensación de no pertenecer ya más a nada asible se apodero de nosotros. Los del 38%, los perdedores, los desubicados, los locos, los bichos raros. En eso nos convertimos. Además de perdedores, debimos aceptar ser insultados por haber apostado a un supuesto “engendro”, como se definió a la nueva carta magna derrotada, barrida a punta de votos cuyo supuesto fin era construir “otra con amor”.

Y vino la debacle, no solo política sino psicológica. Porque no es fácil pasar a ser parte de un grupo de “bichos raros”, un grupo  de supuestos ineptos emocional y políticamente,  de analistas minusválidos que fallaron rotundamente en ver lo que el país quería.

Eso fue lo peor. El que te repitieran hasta el agotamiento que fuiste miope, que no viste lo que un 62% había visto tan nítidamente. Eso fue y sigue siendo lo peor. Porque uno nunca está tan equivocado. No es posible quedarse ciego de un minuto a otro, o es muy poco probable.

Esa fue la trampa que nos tendieron. Tratar de convencernos que éramos bichos raros, que prácticamente habíamos amanecido como el personaje de “La Metamorfosis”, y hacernos dudar de lo que sí vimos en esos meses previos al 4 de septiembre, cuando todo fue una campaña de mentiras compulsivas, una convulsión de manipulaciones mediáticas, de bombardeo de noticias falsas, de utilización de poderes fácticos en su completo oscuro esplendor. Porque ello sí ocurrió.

No creíamos posible el resultado de esa noche después de tantos logros. Y no alcanzamos a dimensionar que sí había un límite para dejar avanzar el proceso que se inició el 2019. Ese era el cambio del sistema, es decir la Constitución que sustenta ese andamiaje, que solo permite que todo cambie para que nada cambie.

No nos dimos cuenta que se iba a hacer valer el “todo vale”. Sin escrúpulos. Haciendo repetir a dueñas de casa sin casa que no querían que les quitaran la casa. ¿Qué casa? “La que tendré algún día”. Y lograron instalar esa sensación de que éramos realmente bichos raros cuando apuntábamos a la campaña del terror como la principal causante de la derrota en el plebiscito.

Y la gente se convenció que había que ser muy raro para creer eso que andaban diciendo los perdedores. Que había que ser muy raro para no darse cuenta que las “locuras” planteadas en la nueva carta magna podían aprobarse. Esas supuestas locuras nunca fueron detalladas y explicadas en forma racional. Solo formaron parte de un manto de dudas que cubrió las propuestas elaboradas por los más de 100 consejeros en un año de trabajo.

Y así llegamos al 7 de mayo de 2023. Y el síndrome de no querer formar parte de un grupo de “bichos raros” se hizo parte del ser nacional. Y entonces solo se reafirmó la sentencia dictada en septiembre de 2022. Nuevamente, un arrollador 62% le dijo al país que no quería consejeros constitucionales que quisieran cambiar la Constitución. Y votó masivamente por los Republicanos, que siempre han declarado estar felices y contentos con la Constitución de Pinochet. Condorito caería de espaldas…

Nuevamente, nos barrieron. Con total ilógica y sinrazón porque  se supone que no puedes querer el cambio y votar por aquellos que no lo quieren. De la Constitución “con amor” nunca más se supo, obviamente.

El imperio de “los normales”

Hoy reina el imperio de los “normales”, de la gente “decente”, de los que quieren la paz de los cementerios, de los “expertos” en mantener el poder dejando a los ciudadanos sin voz fuera de juego; de los corruptos de cuello blanco que “arriesgan” clases de ética en lugar de días de cárcel; de los que se tragan todos los sapos que les lanza cotidianamente la tele; de los negros que se creen blancos y de los blancos que se creen suizos; de los inmigrantes que juran que Boric es un comunista malvado y Kast un bondadoso sheriff rubio de ojos azules. En fin, el nuevo Chile, el ganador. Al que no le importa que, como señalan las estadísticas, un  54,7% del total de los chilenos con trabajo no podría sacar a una familia promedio de la pobreza en Chile.

Ahora estamos en un rincón del patio, castigados, los bichos raros. Partiendo por el Presidente de la República…A él le llaman, entre otras vulgaridades, “mamarracho”, (imagino una variante de bicho raro) y le endilgan toda clase de adjetivos que darían cuenta de su supuesta pertenencia al grupo de los desheredados, de los afuerinos, de los ciudadanos maltrechos o a mal traer. Como lo graficaba un meme reciente: “Ni siquiera sabe lo que se conmemora el 21 de mayo”. Bicho raro de tomo y lomo. ¡Bienvenido Presidente!

Un Presidente que se va a vivir a un barrio marginal, que no cuida la línea, que devora libros, que pone la otra mejilla una y otra vez sin haber estado en una comunidad cristiana cuando adolescente; que se conmueve con su prójimo y rompe el cerco perimetral  del poder; que no tira la esponja y sigue creyendo en el ser humano.

Nuestro bicho raro mayor. Nuestro guaripola.

Pero no es fácil ser bicho raro. Conlleva dolor frente a la incomprensión, frente a la burla y el agravio. Frente a la falta de espacio, de lugar, en el mundo de los demás. En el mundo de las mayorías supuestamente lucidas y cuerdas. En el universo del win-win, donde los perdedores son una lacra o, al menos, seres prescindibles.

Sin embargo, la historia está plagada de bichos raros que han hecho historia. Sin ir más lejos, Cristo. Gandhi. Luther King. Mohammed Ali. Dali, por nombrar una ínfima cantidad.

La humanidad requiere de los bichos raros porque son los que la hacen avanzar. Son los que renuncian a sus zonas de confort y se suman a peleas supuestamente perdidas. Los que son derrotados una y otra vez y conservan las ganas y la fuerza porque saben que sin cambios, las aguas de la historia se estancan y se pudren. Los que insisten en que la tierra no es plana y ven más allá del horizonte. Los que están convencidos que todos los seres humanos somos iguales y que un color de piel o un cabello más o menos rizado no hace diferencia. Los que saben que el planeta es de todos y no solo de quienes se creen con el derecho de destruirlo. De los que creyeron a ciegas en que el ser humano podía volar. Y sobrevivir una y otra vez por la fuerza de su indómita resiliencia. De los que luchan porque hombres y mujeres  tengan los mismos derechos y lo hacen en lugares donde no es fácil hacerlo.

Reconforta saber que siempre ha habido y siempre habrá bichos raros dispuestos a dar las peleas, a provocar los cambios, a no permitir que las aguas se estanquen. Ayuda cuando se está en medio del huracán de hastío y conservadurismo que imponen los “cuerdos”, que te hace sentir como bola sin manija. Ayuda porque te da la certeza que aunque ese día de los cambios necesarios a veces se de muchas vueltas para llegar, siempre lo hará porque la fuerza de la vida es torrencial. Y de eso no tienen duda los bichos raros.

Patricia Collyer
Patricia Collyer
Periodista y Psicóloga.

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