Periodista. Abogado y profesor universitario. Fue diputado del Partido Socialista de Argentina y Secretario de Estado del Gobierno de Cristina Kirchner.
El intento del presidente Mauricio Macri por modificar la naturaleza del régimen argentino, una democracia convencional con sesgo social entre 2003 y 2015, para asumir en toda la línea el modelo neoliberal con imperio pleno del mercado sobre la economía y la sociedad, recibió un rechazo tan contundente en las elecciones primarias del 11 de agosto pasado que le permitió decir al exitoso Alberto Fernández que este país ya está viviendo una etapa “de transición”.
Puede resultar extraño que el hombre cuyo rol institucional apenas ha pasado de precandidato a candidato presidencial, es decir que solo ha ganado una elección interna partidaria, ya circule con patente de seguro ocupante de la Casa Rosada a partir del próximo 10 de diciembre. Pero lo cierto es que todos los medios de comunicación, el establishment empresarial, la dirigencia política, los líderes de todos los movimientos sociales y el conjunto de la población no dudan que será este político peronista de modales austeros e ideas moderadas, quien se hará cargo del poder dentro de cuatro meses. La mayor prueba la produjo el enemigo más virulento que tuvo el kirchnerismo: el diario Clarin, que ayer convocó a un debate público con tres invitados especiales: el ex presidente brasileño Henrique Cardoso, Mauricio Macri y, en igualdad de trato, Alberto Fernández.
No pasa día sin que algún hecho demuestre el repentino desmoronamiento del macrismo, que alcanzó el poder por una mínima diferencia de 2.89% en 2015, alentando la esperanza de muchos de terminar con 12 años que se estimaban signados por un populismo intolerable al que además se le asignaba la aspiración de convertir Argentina en ”otra Venezuela”.
Apenas 10 días después de la hecatombe electoral del gobierno (en las elecciones internas sólo 32% votó por Macri mientras el 48% lo hizo por el binomio Alberto Fernández-Cristina Kirchner), la casi totalidad de los gobernadores de provincia –electos por el voto popular en sus respectivos distritos-, dio un nuevo golpe de gracia a la gobernabilidad macrista. Reunidos en Buenos Aires comunicaron al gobierno federal que no aceptarían sin compensaciones el plan de emergencia anunciado por las autoridades nacionales para afrontar la derrota electoral porque esas medidas –de naturaleza económica y tributaria-, contravienen el interés de sus respectivos distritos.
Asumiendo la Derrota
Naturalmente dialoguistas con el poder central, históricamente cuidadosos de sus relaciones con los altos funcionarios, esta vez los caudillos provinciales hicieron valer su propio poder de fuego para resistir un desesperado intento final por reconstituir el vinculo con una sociedad que le dio la espalda al gobierno cuando advirtió que la amenaza de trocar Argentina en Venezuela ya no era un fantasma populista sino la realidad a la que había arribado el país a partir de las políticas neoliberales.
La paradoja queda evidenciada por el solo análisis de los diversos índices de la economía: la indetenible espiral inflacionaria, el brutal endeudamiento externo, la destrucción de la industria local, principal proveedora de empleo, la enorme devaluación de la moneda, la erosión de la capacidad adquisitiva de los salarios, entre otros datos que se acumulaban peligrosamente hasta predecir un estallido social de magnitud y riesgo de default.
Las primeras horas tras los resultados electorales del 11-A fueron de desasosiego e incertidumbre: hubo ira presidencial y no pocas tormentas en los mercados. Cayó el valor de los bonos argentinos en las bolsas mundiales y sobrevino una depreciación del peso que pasó de 45 a 60 por dólar.
Asumida la derrota, el gobierno designó un nuevo timonel para la maltrecha economía, el hasta ahora titular de Hacienda en la provincia de Buenos Aires, Hernán Lacunza, y dispuso un paquete de medidas de “alivio”, tendientes a mejorar la capacidad de consumo de los sectores medios y populares, las que precisamente impactarán negativamente en las arcas provinciales.
Enfrentado a la nueva situación, Macri concluyó pidiendo la colaboración de Fernández para contribuir a “estabilizar la economía”, lo que logró en alguna medida, pero condicionado por la reiterada insistencia del candidato peronista que “es el Presidente el que debe encontrar las soluciones” a una crisis que en Argentina es recurrente y que siempre amenaza con repetir experiencias frustrantes, como la hiperinflación de 1989 y el default del 2001.
Así las cosas, el camino hacia el gobierno del candidato peronista se asfalta con repentinas autocríticas de los medios más ponzoñosos y por un desfile de empresarios tradicionales sostenedores del poder macrista, súbitamente defraudados por la notoria impericia de la gestión que finaliza.
De este modo, el más notorio crítico del “populismo” y abanderado del reclamo empresarial de una reforma laboral que terminaría con 100 años de legislación obrera y un cambio en la política previsional que elevaría la edad jubilatoria (y el consiguiente renacimiento de las AFP), Marcos Galperin, dueño de la empresa privada argentina más valiosa -Mercado Libre-, inició la peregrinación empresarial por el bunker del candidato triunfante.
La ilusión de que el futuro mandatario pueda controlar el indómito tigre inflacionario, la certeza de que solo una renegociación de los programas de asistencia del FMI puedan encauzar el pago de la enorme deuda externa y la garantía de unas medidas de emergencia resultado del consenso entre gobierno, empresarios y sindicatos, que solo puede arbitrar una gestión peronista, son los datos que alientan todos los esfuerzos en esta hora en que la puja electoral carece de misterio.
